El porqué de viajar. Eduardo Galeano nos da la respuesta. No viaja por llegar. Viaja por ir. Tiempo atrás, Thomas Bernhard ya nos había dado una contestación análoga. El destino es únicamente la excusa, la invitación al trayecto que nos lleva, luego, a regresar. Viajar es también volver. Volver donde el conocimiento o la imaginación alguna vez nos llevó. Múltiples son los motivos que llevan a iniciar los viajes. Personales, profesionales, culturales. Kavafis afirma, en el hermoso poema, Ítaca - ya es sabido - que lo importante no es el destino, sino los encuentros.

El destino es la invitación al trayecto que nos lleva a viajar. Josep Pla, periodista de lo cotidiano, viajero durante muchos años con actividad frenética, comienza una de sus obras, recientemente publicada, «La vida lenta», con estas palabras: «a veces, la vida parece más larga que la eternidad». Efectivamente la vida, en ocasiones, nos sitúa ante situaciones difíciles de conllevar hasta que «el viatge s'acaba». Rosa Regás, en el libro de viajes, «Viaje a la luz del Cham», actual Siria, entiende que, ante cualquier encuentro, viajar es desvelar, quitar el velo, descubrir, aprender a conocer, y a conocerse mejor. El viajero no sólo recibe, sino que debe dar, no sólo aprende sino que se desprende. El equipaje, siempre ligero, debe ir vacío de ignorancias y prejuicios, para rellenarlo, lo más posible, de conocimientos y de experiencias. Otra vez, Kavafis.

El destino es la Ítaca de cada cual que nos invita a hacer el camino. Las hay de todo tipo, míticas, sonoras, recónditas, desconocidas. Samarcanda, Tombuctú, Machu Picchu, Tasmania. Lugares donde el viajero, confiado, ilusionado, tranquilo, intrépido, decide dejarse llevar. El viaje, una vez iniciado, nos lleva, por sí solo, por caminos siempre inexplorados. Cada elección es una opción. Política, estética, exótica. Cada viaje es una oportunidad distinta que nos moviliza. En ocasiones, pasado un tiempo, ni nos motiva la misma elección ni nos fascina idéntico recorrido. El viaje nos distancia de nosotros mismos, nos reconforta, nos permite valorar con mayor fiabilidad la realidad de los demás. Incluso, desde la distancia, conocer mejor la nuestra. El hábito viajero compensa de incomodidades, tópicos y simplificaciones. Aporta un plus de reencuentro con nosotros mismos.

Sólo quien viaja, de una u otra manera, andante o sedente - diría Rafael Chirbes, «El viajero sedentario» - conoce. Sólo quien conoce, comprende. Solamente quien comprende alcanza a entender las razones de los demás. Se puede ser cosmopolita, en el sentido de intuir la naturaleza errante de la condición humana, sin salir de la biblioteca (Borges lo fue), y provinciano sin dejar de viajar, afirma Juan Arnau. No hay mayor placer que reencontrarse con uno mismo, al viajar, en afecto con los demás. Viajar supone un estímulo para la imaginación, una escuela de conocimiento, un ejercicio de solidaridad. Viajar comporta una cura de humildad, una manera de ser, una forma de interpretar la realidad.

El viaje permite salir de lo cotidiano. Altera la monotonía. Contribuye a vencer años de aburrimiento, «they sentenced me to twenty years of boredom», alerta Leonard Cohen, en, «First we take Manhattan», vengo a cobrármelo, primero tomaremos Berlín, luego tomaremos Manhattan. No cabe detenerse, hay que avanzar, abandonar ideas caducas, desechar viejos prejuicios, incorporar nuevas ideas, llenas de ventura, llenas de conocimiento, diría Kavafis. Cada destino nos da un motivo, nos regala un viaje. Sin él nunca hubiéramos partido, no lo hubiéramos realizado. Pero el viaje, por sí mismo, ninguna otra cosa puede darnos. Sólo la posibilidad de volvernos ricos, en saber y vida. ¡Comprendemos, ya, qué significan las Ítaca! Siempre Kavafis. Bon viatge.