Donald Trump escandalizó al mundo en abril, al igual que en cada mes de su mandato, por promover que los diferentes Estados "desarrollaran" una puja para garantizarse el material sanitario imprescindible para combatir el coronavirus. Se pensaba que esta guerra fratricida era una infamia, como todas las propuestas del actual presidente, pero la valoración se modifica al observar que también España ha contemplado la primera liza interautonómica, después de décadas intentando sofocar el mínimo atisbo de competición entre regiones.

Con PP y PSOE al timón, La Moncloa ha ejecutado la doctrina beata de que no debían publicarse las balanzas fiscales de las diferentes autonomías, para no fomentar los agravios que implícitamente alentarían el guerracivilismo innato del país. Zapatero llegó a la genialidad estadística de proponer una reforma fiscal en que todas las comunidades quedarían por encima de la media en recursos por habitante. Se le perdonó la insensatez matemática refutada de inmediato por el aguafiestas Artur Mas, porque estaba puesta al servicio de apaciguar un rebrote de las taifas.

En estas desembarcó Pedro Sánchez, un pícaro a la altura de Felipe González a la hora de convencer a Bruselas de que rescate a España de su naufragio periódico. Y también un temerario, que brilla especialmente en sus desplantes más audaces. En plena catástrofe, la publicación en crudo de los datos regionales de la pandemia, y de la lucha por ocupar los puestos de cabeza en la desescalada, ha propiciado una competición territorial sin precedentes. Los dirigentes autonómicos se vieron sorprendidos por la brutalidad del planteamiento. Se alegará que los datos eran al fin y al cabo falsos, pero la manipulación de una carrera no adormece la pasión de los apostantes.

La primera guerra interautonómica ha de evaluarse en estrictos términos de audiencia. Pues bien, el éxito de público ha desbordado a la propia empresa. Con el arbitraje y el VAR en manos de Fernando Simón, el Gobierno ha instaurado el fervor estadístico. También por primera vez, una civilización de letras ha memorizado las cifras de casos activos, de enfermos hospitalizados y de nivel de saturación de las UCI. El conflicto incruento entre las autonomías ha superado en interés a la Liga futbolística de los estadios vacíos, tan desoladora como una película de Leni Riefenstahl en la que se suprimieran las masas.

El ser humano forma parte de la arquitectura, cada lector de un dato de la pandemia estaba examinando su propia mortalidad, desde la perspectiva de la economía de la soledad propiciada por el confinamiento. En la pericia adquirida en la detección de curvas aplanadas, se manifiesta la sabiduría elemental patrocinada por Chomsky al decretar que si cualquiera puede entender una clasificación deportiva, también las verdades más sofisticadas están al alcance del vulgo. De ahí que el pacífico conflicto interautonómico, la publicación de las balanzas pandémicas, también mejorara en autenticidad a los funerales laicos o religiosos de la Covid. Entre otras cosas porque los asistentes a los autohomenajes compartían un dato corporativo innegable. Ninguno de los participantes había perdido un solo euro de sus haberes a causa del coronavirus.

Las tablas de contagios y curaciones son más apasionantes cuando han de reinterpretarse con criterios de supervivencia, no solo económica. El ingrediente de la competencia interregional ha funcionado durante los meses de hierro como un mecanismo de orgullo autóctono, que solo parece viciado cuando se obvia que es compartido por países más poderosos. Macron no ha nombrado primer ministro por casualidad al catalán Jean Castex, sino porque sabe que el etnocentrismo parisino puede costarle el Elíseo. Y la saludable Angela Merkel abandonó una conferencia virtual con los länder sobre el coronavirus bajo la conclusión escéptica de que "el acuerdo no está mal, para tratarse de un estado federal".

Con los datos comparados al desnudo, las comunidades se sentían obligadas a atender a sus ciudadanos al mismo tiempo que vigilaban con el rabillo del ojo a la autonomía vecina. De ahí que pugnaran por desconfinar antes que nadie hasta que Madrid lo autorizaba, y entonces se replegaban atemorizadas exigiendo el mayor blindaje posible. La pandemia no está resuelta, pero la ausencia de episodios virulentos obliga a plantear si la solidaridad adormecedora es menos eficaz que un sano enfrentamiento entre territorios. De hecho, no solo el clima, la insularidad y la distancia protectora a Madrid explican los resultados dispares en el tratamiento del coronavirus. Sánchez ha colocado a un país entero al borde de enormes descubrimientos sobre su identidad. No es momento de retroceder.