Mantener a un compañero de trabajo fuera de los mails en cadena, de los mensajes de grupo, o no responder a los suyos conforma un ambiente que solo afecta, aunque profundamente, al que se deja de lado. Se llama «Habitación vacía» a esa sensación de soledad, voluntaria o provocada por otros, que empaña nuestros días y retrata perfectamente lo que percibimos cuando sufrimos una depresión : la habitación puede estar llena, en realidad no hay más que fantasmas.

En el mundo profesional, se aplica por ejemplo cuando preguntas por si tu situación laboral va a cambiar y la respuesta es el silencio durante días y sientes un frío glacial de mansión escocesa. O cuando encuentras a la persona a la que transmitiste un proyecto y en ese preciso momento, un ingenioso empleado de su equipo le dice que tiene que hablar con alguien, más importante por supuesto. Es una práctica que se aplica al subordinado, obviamente, que sin preavisos se va haciendo tan ausente y transparente como Casper en el castillo del silencio administrativo.

Cualquier post-adolescente sabe que cuando no se tiene éxito con una persona, es mejor no insistir, no obstinarse, envilecerse, exasperarse por la falta de éxito. Peor aún cuando la persona que creemos necesitar sentimentalmente se entrega a docenas de infames cuyo mayor mérito es sacarle provecho. Insistir equivale a maldecir porque una bobina eléctrica no atrae un pedazo de madera. Es inútil lanzar una corriente de millones de voltios. Todos los problemas de la atracción no sucederían si después de la primera pérdida de energía hubiéramos renunciado al experimento.

Pensamos que si otros- peores que nosotros porque llegan demasiado tarde, no tienen gracia, ni talento, ni empatía- lo consiguen, insistir reconducirá las cosas a la lógica. Así que escribimos de nuevo a esa famosa directora de cine con la que compartimos tantas experiencias, a la presidenta de aquella institución que nos dijo que le presentáramos un proyecto, llamamos al político con quien pasamos tantos momentos, mandamos un mensaje a aquella persona que nos miró con insistencia y nos dio su teléfono. Sin resultado. Importa quién te conoce, no a quienes conozcas. Los imaginas metidos en una habitación vacía viendo desde un conformismo perverso el mundo en monitores de blanco y negro. Si llaman, es para contarte que hablando ayer mismo con Fulanito, parecía estar estupendamente y que los del primer banco le suenan, deben ser parientes. Y acudes a firmar, en un libro de condolencias imaginario, que también eres partidario del despotismo comprensivo.

La única profilaxis es considerar todo como una posible aventura, ese cortrometraje del amor. Y luego pedir al que salga momentánemente de tu vida que cierre bien la puerta porque si la deja abierta esperarás que vuelva. «Renuncio al privilegio de la presencia.» -sentenció una vez la Szymborska- «Te he sobrevivido lo suficiente como para recordarte desde lejos».

A nuestra habitación vacía llena de fantasmas la llamamos agenda telefónica. Está llena de espectros que hace años dejaron su conversación en suspenso. Sigmund Freud supuso que el fantasma de seducción, el de castración y el del sexo entre los padres, conforman la personalidad humana. Déjenme que ponga en duda que hoy sean inconscientes y exclusivamente masculinos. Nuestros fantasmas de hoy provienen de una seducción numérica y las personas no responden porque las tardes de cine y las borracheras llenas de proyectos no han existido nunca.

Es difícil medir la amplitud real de la espectralización social porque se banaliza en la llamada la cultura de los bares española, donde las personas entran felices por la puerta siendo entes reales para convertirse con el tiempo en personajes convencionales, reducidos a cuatro arquetipos afectivos.

La precarización de la amistad deviene también de la económica. O al menos sirve de excusa al agotamiento de la empatía. Si al currículum enviado no corresponde respuesta alguna, tampoco parece ahora que los mensajes tengan que ser acabados con una despedida. Se dejan en un suspenso parecido a esas películas con «final abierto».

Tanto en la amistad como en el trabajo, algunos solemos hacer las cosas mal. En primer lugar, no hablar de dinero porque es feo. No entender que cuando alguien quiere una cosa que tú no quieres, ceder va a ir en detrimento tuyo. Tapar los defectos de los demás y darte cuenta demasiado tarde que los demás han exagerado los tuyos a tus espaldas. Que si expresas tus opiniones como las sientes acabarán diciendo que «tú eres así» sin tomarte en serio si no te has valorado a tiempo. O aguantar las groserías despóticas de alguien sin responderlas inmediatamente. Todo se resume en la tu estúpida idea de querer que las relaciones entre personas vayan bien. Pero no son personas. Son fantasmas que fluyen como los reflejos del sol en el agua.

Bajo la atmósfera de esta nueva tendencia -a la que espero que hayan notado que hasta el final me he negado a llamar «ghosting» como si la hubiera acabado de descubrir- alguien podría intentar hacer un análisis de este nuevo espacio de tele-laboral-afectivo en el que las relaciones se reducen a meros mensajes y conversaciones telefónicas. En un mundo de trabajadores y amistades fantasmas, si cada uno tomáramos la decisión de atravesar las paredes, el encierro en las habitaciones vacías no tendría razón de ser. Así que aquí me tienen, escribiendo esto muy a gusto, rascando el enlucido del muro con las uñas, a ver hasta dónde llego. Porque lo importante es estar a gustito. ¿O no?