Los que somos sus contemporáneos, y sus paisanos, siempre hemos visto en Fernando Delgado un ejemplo mayor de madurez. Cuando nos examinamos juntos en el Preuniversitario, él era ya un maduro trabajador de la radio, y cuando arañábamos la posibilidad de trabajar en redacciones, él ya era una voz destacada en las noches internacionales de Radio Nacional de España. Cuando creíamos que el porvenir de la poesía, o de la escritura en general, debía ser la imprenta, ya publicaba libros en la editorial del grupo Nuestro Arte de Tenerife. Lo veíamos, en fin, como un hermano mayor y era, sin duda, un adelantado. Su manera de discutir, y de convencer, era la de un adulto en el que nos fijábamos para saber cuál debía ser, ante los problemas que se nos iban presentando, el modo de decir sí o no a lo que se nos venía encima. Por eso, tanto en la discusión política como social, es decir, de costumbres, lo escuchábamos para saber qué decir cuando él no estuviera cerca para tomar la voz que nosotros quizá nunca llegamos a tener tan clara. Era, por decirlo con palabras que él usó para burlarse de la potencia menor de su coche tirando a anciano, «un lujo», un lujo para la amistad y para la vida. Hasta ahora mismo.

A lo largo de los años, aquella manera de ir tachando episodios siguió dejando atrás ejemplo de su arrojo y también de su generosidad. Lejos de la isla que nos vio nacer, abrió sus puertas y sus días a menesterosos que íbamos a Madrid a ensayar la obra del periodismo y de la vida, y su casa fue tan generosamente abierta como la que, por otra parte, él se encontró abierta por otros amigos cuando desembarcó en aquel Madrid de entretiempo en el que todavía reinaba, y de qué manera, el franquismo con Franco. En todo ese periodo previo a lo que fueron lugares principales del periodismo nacional (y de la literatura), Fernando llegó a micrófonos y a puestos importantes en la radiodifusión española, así como a destacadas posiciones en la administración de los medios y de los acontecimientos, como la Expo de Sevilla a la que tanto debemos a pesar de que la mezquindad ambiental la haya dejado como un recuerdo sin importancia.

La importancia de su trabajo público no lo hizo un engreído, ni un hombre que cerrara puertas a los otros en virtud de un rango que quisiera mantener a toda costa; al contrario, a medida que se ha hecho más grande su influencia, mejor la ha usado para que por su puerta siguiera entrando gente. Es, por tanto, un orgullo haber sido beneficiado por su amistad, sobre todo porque es una satisfacción compartida con mucha gente que podía decir lo mismo. Y hay algo que ahora viene a cuento del libro que acaba de publicar con Planeta, Todo lo que necesita ser dicho. El amor libre y devoto, en el que Fernando pone de manifiesto, con una pluma que mezcla rabia, narración y poesía, sus armas de toda la vida, en la sabia y rítmica combinación de lo que desde siglos tiene en su alma civil: la defensa del amor libre y, en efecto, devoto, que mostró siempre por los derechos de los hombres a amarse entre sí sin dejar, por ello, de amar a todos los seres humanos. Ese amor, que él abrazo desde su edad temprana, cuando nos conocimos, se encontró en las islas y en España y en el mundo con una inquina mayor, la de la Iglesia Católica, en la que él creció. Y, después, cuando ya España fue una democracia, a esa hipocresía de hierro de la jerarquía y sus adláteres se unió la eficaz y durísima hipocresía de la derecha política, que se opuso a la libre elección matrimonial entre hombres con la aviesa pasión con la que jerarcas ultras han atacado las libertades civiles que al fin otro canario, Pedro Zerolo, logró consolidar en una ley que ya tiene quince años. Y parecía imposible.

Este libro es el manifiesto civil por la libertad que Fernando Delgado lleva dentro, en su alma y en su gaznate, desde que lo conocimos cuando él era todavía un adolescente e iba a examinarse con pantalón corto (aunque me parece que él nunca llevó ropas así; siempre fue, para nosotros, un adulto que trabajaba desde niño). Es un libro repleto de personajes, favorables o contrarios a ese amor libre y devoto, y también de aquellos que sufrieron, como tantos ciudadanos homosexuales, la inquina o el residuo de la inquina que el franquismo (ya sin Franco) conservó contra aquellos para los que se hizo un armario de hierro.

La Iglesia es la que aquí se lleva la peor parte, porque su intolerancia puso la peor parte en esa lucha absurda por ponerle puertas al campo. Ahora aún no todo el monte es orégano, como demuestra Fernando Delgado en su alegato, pero gracias a él y a otros que él cita no sólo es distinto este país en la aceptación civil del amor como nos dé la gana, sino que es un país pionero. En esa fila de responsables de un mundo mejor él está de los primeros, como lo estuvo cuando nosotros nos preguntábamos, con él, qué era eso de la identidad y él nos daba lecciones de ética que eran también, como este, manifiestos de libertad.