Ropas con la color de la vejez colgadas de los ventanales de viviendas para gentes modestas flanquean los muros del colegio donde, desde principio de los años sesenta, un grupo de escolapios decidió seguir el camino de formación de jóvenes de familias sencillas y trabajadoras. Levantaron los muros de un nuevo centro escolar que se unió a los de Carniceros, Micer Mascó y Gran Via Fernando el Católico. Miles de jóvenes del barrrio han podido cursar estudios desde la acrisolada exigencia de esta orden religiosa, que, como todas, acepta la dura realidad de la falta de vocaciones con la certeza de su irreversibilidad. Vivimos la dureza de una realidad cambiante en su esencia que hace innecesario en el siglo XXI lo que era preciso en el XVI o en el XIX.

Allí, muy cerquita de la obra que fue de los hermanos de San Juan de Dios, también desaparecida, esperan postrados en silla de ruedas, como aquellos niños atacados de polio, los viejos escolapios valencianos que construyeron nuevas ilusiones en las alejadas regiones de Centroamérica, donde nunca faltó la señera valenciana en los escudos de cada obra educativa nueva. Todos ellos nonagenarios, con las miradas ausentes, perdidas, conformadas. ¿Quién se acuerda de ellos? No lo harán las autoridades atrapadas en la mentira, que no han visto las camisas colgadas de ventanas sobre fachadas desconchadas, y se atreven a arrogarse la representación de los humildes, ni lo harán los políticos instalados en la comodidad de lo políticamente correcto.

Esos escolapios nunca trabajaron ni sufrieron penalidades pensando en reconocimiento alguno pues lo hacían desde la vocación por un servicio de ayuda a los más pobres en aquella escuela junto a la sofocante laguna de Managua, primera de sus fundaciones. Quizás guarden en un rincón de su cerebro el primer viaje al aeropuerto de Managua, sin un duro en el bolsillo, sin poder pagar la tasa de acceso al país y esperar la caridad de algún nicaragüense, que ante la presencia de dos sotanas jóvenes llegadas desde España , se compadece y paga la tasa. Otro recordará la primera noche, en un camastro que un pobre indígena facilita en un cuartucho sin agua ni luz€ Por eso, al padre Antequera, de Rafelbunyol, que pasea con su mascarilla acompañado de una enfermera, se atreve a decir bien alto que la obra de los escolapios en Centroamérica es «una obra de Dios€» Fueron tocando puertas de los más posicionados para derivar las donaciones a la construcción de aulas dignas y redimir a los más pobres de las regiones más pobres. Ahora, muchos de ellos, discípulos del padre Bruno, el de Moscardón (Teruel), formado en la Masía del Pilar de Godelleta, un titán de metro y medio en aquella obra americana, aplastado en el terremoto de Managua de 1972, esperan en la residencia de la Malvarrosa la hora del último viaje. Atendidos con la pulcritud que merecen como hombres, recordados por alumnos de muchas generaciones, y silenciados por una dura realidad indiferente ante la grandeza de las obras levantadas desde la vocación trascendente.

Y el viejo estudiante formado en aquel viejo colegio de Carniceros donde nada era fácil, ni cómodo, ni amable, donde sólo recuerda con afecto especial los brazos del padre Jaime Sala, de Turís, con su olorosa humanidad apoyándose en tu hombro para subir las escaleras de ladrillos cocidos, y la amable sonrisa del padre José Luis Zanón; ese viejo estudiante reivindica en esta humilde columna que generosamente ofrece este diario, la obra de estos valencianos que dejaron la siembra de amor mediterráneo en tierras secularmente maltratadas, guiados por una vocación de servicio a los más necesitados. Ellos, sus colegios, necesitan de los conciertos del Estado para seguir oliendo el incienso de la verdad. Que esos políticos guiados por el sectarismo se acerquen por la Malvarrosa y verán a padres trabajadores que tienen el privilegio de ver crecer a sus hijos en un colegio de gentes entregadas a una vocación de servicio. Quizás alguno de esos representantes de la soberanía, que rara vez pisan la dura realidad, podría conocer la gesta que supuso la obra centroamericana de los escolapios valencianos