Tras cuatro días confinados en una sala dispuesta para 330 personas, con acceso ocasional a balcones y terrazas exteriores, para desayunos al aire libre y patatas fritas con mayonesa a mediodía, se logró un acuerdo ambicioso, 750,000 millones de euros, que afectará a los 446 millones de habitantes de la Unión Europea (UE).

Los 27 se pusieron de acuerdo en un programa que los compromete a pedir colectivamente dinero prestado, en vistas a crear un fondo común de recuperación, utilizando para ello la excelente calificación crediticia de la Comisión Europea.

Con el objetivo de transferirlo directamente a los países, regiones e industrias más necesitados y distribuir gran parte de él, en forma de ayuda a fondo perdido, que no tiene que ser reembolsada.

En el sañudo regateo nocturno, sobre cuánto dinero y cuánta supervisión, cada hora que pasaba la retórica se hacía más amarga, hasta que se alcanzó el compromiso, instigado por Merkel y Macron, quienes, tratando de remendar grietas cada vez más profundas, se emplearon a fondo para que se concedieran subvenciones a gran escala para socorrer a los países más golpeados por la pandemia. España e Italia.

En el ánimo de todos, pesó el semblante de una Europa débil, socavada por la desconfianza y que no ha hecho aún la digestión del Brexit, sin el cual difícilmente habría sido posible que la UE se convirtiera en un actor 'soberano', frente a desafíos que han sacudido sus cimientos, desde la crisis de los migrantes hasta la salida de Reino Unido.

A la vista de la calamidad social y económica y la amenaza de que el virus siga fracturando a la Unión, Ángela Merkel, que se retirará el año que viene después de 16 años en la cancillería, rompió con décadas de ortodoxia, al respaldar la idea de la deuda colectiva europea.

Sin necesidad de aplausos de atrezzo, lo expresó con palabras sencillas: "Estamos experimentando la mayor crisis de nuestra historia. Es hora de luchar juntos por la idea europea. Debido a la naturaleza inusual de la crisis estamos eligiendo un camino inusual. No me arrepiento de las concesiones hechas. Creo que hemos actuado con responsabilidad al aceptar estos compromisos."

En un raro instante de modestia, Macron, que golpeó la mesa y ridiculizó al canciller austriaco Kurz, por salir de la sala de reuniones para atender llamadas telefónicas mientras otros estaban hablando, llamó a la propuesta franco alemana "un verdadero cambio de filosofía". Un 'tabú' de larga data, la deuda colectiva europea, hecha realidad.

En la otra acera, la oposición sin reservas de los halcones fiscales (Países Bajos, Finlandia, Suecia y Austria) que, en el pasado, se escondieron detrás de Alemania en la oposición a los bonos colectivos europeos.

Entre otras razones, argüían que el norte de Italia es mucho más rico que Finlandia o la mayor parte de Suecia. Por lo que resulta entonces incomprensible para los nórdicos que deban canalizar el dinero de sus impuestos a Italia.

Encabezando la revuelta como cabecilla de los 'austeros', Mark Rutte, soltero, licenciado en Historia de los Países Bajos (¡ojo!), director de recursos humanos en Unilever, liberal, primer ministro (que se enfrenta a las elecciones del año que viene, al frente de un gobierno que pende de un hilo, rodeado de colegas aún más roñosos que él) dio un paso adelante, junto a su homólogo austriaco, para tratar de frenar las ambiciones de gasto de Francia y de los países del sur.

En el papel de poli malo, a Rutte no le quedó más remedio que dar su brazo a torcer, a cambio de que se concedieran más préstamos que subvenciones y se acometieran reformas económicas estructurales.

El contraataque de los 'dispendiosos' no se hizo esperar, señalando a Holanda, uno de los seis fundadores de la UE, como beneficiaria de haber ofrecido bajos impuestos a empresas atraídas de países que ahora ridiculiza.

En una victoria de Hungría y Polonia, las estipulaciones que vinculaban el acceso a los fondos a la defensa del estado de derecho fueron retiradas del borrador final. Esa concesión que ha indignado a quienes denuncian debilidad frente a los abusos, puede terminar siendo la más polémica, en el trámite del Parlamento Europeo que debe aprobar el acuerdo.

Al tratarse de un préstamo que será devuelto a través del presupuesto de la UE, se convierte en la primera creación genuina de deuda fiscal a largo plazo y su reembolso será responsabilidad financiera de la Unión en su conjunto.

No le faltaba razón a nuestro primer ministro cuando, al hilo de su 'escucha activa', dejó en el asombrado corrillo una precaución taurina, "hasta el rabo todo es toro". Y es que el trasiego del acuerdo por los distintos parlamentos encontrará badenes sin dispensa de sorpresas.

La decisión, de la que empezarán a aflorar los detalles, es trascendental, ya que Alemania y otros países del norte se han resistido a este enfoque conjunto de los préstamos y la reticencia ha resultado ser un obstáculo para una mayor integración europea.

Aunque no deja de ser una victoria agridulce porque para llegar a un compromiso se han tenido que recortar proyectos que cubrían renglones de salud y refugiados, el resultado es el mayor presupuesto de la UE de todos los tiempos y un ambicioso plan de rescate basado en el consenso, donde la condicionalidad protege las cuentas federales y a la próxima generación. Esto no es frugalidad, es sentido común.

Se ha creado la mayor deuda que el mundo haya visto nunca. Nadie consiguió todo lo que quería. Así es como tiene que ser la política, porque una sociedad que no decide, por miedo o incapacidad de alcanzar compromisos, es metal muerto y en agonía.

De ahí, el despropósito de los aplausos a destiempo y la importancia del respingo europeo. Y ya, sin paseíllos, la letra pequeña, el dinero que le tocará aportar a España a ese fondo y al presupuesto que habrá que restarlo de los 140,000 millones de euros que va a recibir.

A lo largo de 90 horas ganó el pragmatismo y sobrevoló la advertencia de Churchill: "Las únicas estadísticas en las que puedes confiar son las que tú mismo has falsificado".