Háganme caso: vayan inmediatamente a comprar un kilo que albaricoques, que estarán ya muy maduros, un cuarto de fresas y ciento cincuenta gramos de almendras crocanti. Me hacen el favor de deshuesar los albaricoques y ponerlos con piel y todo en una cacerola con medio vaso de agua con ciento setenta y cinco gramos de azúcar en polvo y, si pueden, un toque de vainilla. Los cuecen quince minutos a fuego medio sin tapar y los dejan enfriar. Pongan las fresas cortadas en trocitos encima y decoren con la almendra. Mi bisabuela italiana cocinaba este postre el primer domingo de agosto y su familia prosperó en el Poble Nou de la mar de 1800 llegando sus descendientes a abrir diversos negocios de calafateado de barcos, un muelle en el puerto, textiles y hasta un teatro de variedades que, parcelado, son ahora unos aburridísimos apartamentos para jóvenes.

Lo más importante para que las recetas tengan éxito es seguirlas a rajatabla. Los ingredientes tienen que ser los mismos. Si los cocinan con prisa, si olvidan la vainilla o el fuego es demasiado fuerte, el resultado será decepcionante. Con el tiempo, las recetas van empeorando según los nuevos gustos y la decadencia de la familia. Pero cada uno de nosotros es, aún a nuestro pesar y sin saberlo, un compendio de ademanes atávicos, de recuerdos, de costumbres heredadas, y de gestos inexplicables en los que sobreviven nuestros antepasados, microfotografiados en nuestras células.

Claro que las costumbres van variando según las épocas y los países: un beso entre dos sexos distintos estaba tolerado en Italia en los lugares públicos, si era rápido, fugaz, simbólico y justificado por una despedida. Durante los vaivenes de la moral, cuando el pudor es un instrumento de un gobierno que hace concesiones a la Iglesia, el beso en los cafés es a veces prohibido y otras permitido, para dar motivo a discusiones filosóficas entre la policía y la magistratura, justificar los discursos de los abogados y las pinturas artísticas.

También los oficios familiares van transformándose, ampliándose o perdiéndose, más según los avatares de las filias y las fobias que de la productividad. El bacilo laboral se propaga muy fácilmente por vía uretral, porque el cerebro es el que piensa, pero piensa lo que le dice el vientre o el bajo vientre. En esas largas castas profesionales hay más historias de amor y de envidias que en todas las series de las plataformas televisivas americanas.

Sin embargo, hay últimamente un curioso nuevo oficio que ha hecho aparición en este último siglo y que ha venido a reemplazar a lo que antes se llamaba un hombre del Renacimiento. El polímata, ese ser único poseedor de grandes habilidades en diversas materias científicas o humanísticas, capaz de observar la aplicación de las artes, los inventos y el pensamiento, es ahora el hombre que lo hace todo en España.

Hemos oído hablar de ciertos polacos, o serbios o bosnios, que juegan a la vez en diez tableros de ajedrez. Pues este tipo de hombre, pues suele ser un hombre, además de eso, es capaz de dirigir nuevas empresas públicas saltando de una a otra con una agilidad solo conocida en animales poseedores de una cola prensil. Si miran esos títulos de crédito que nadie lee en las películas o en los programas de televisión, su nombre aparece ahí. También es el comisario de exposiciones y galerías de arte. El guionista de los discursos. El creativo del ocio urbano. El promotor de centenarios, celebraciones, y encuentros internacionales. El escritor de reportajes sobre las nuevas modas, los nuevos públicos, el nuevo marketing, los nuevos conceptos. Su atracción hacia estas ocupaciones es semejante a un imán resistivo de 44,14 teslas. Es el hombre del que te dicen «llámale». El que cuando le llamas está ocupado. El que cuando deja de estar ocupado se mete en una nueva partida de ajedrez.

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Si en lo profesional no es precisamente renacentista sí lo es en lo personal. Su ambición es lo que le impulsa. Ese conjunto de cifras bancarias, números positivos, diagramas crecientes y transferencias. Todo lo demás es poesía, intelectualidad sin sentido, literatura rosa para señoritas. La belleza, lo práctico, lo próspero es una excusa para vaciar sus glándulas seminales varias veces a la semana.

A su alrededor hay un clima de indulgencia y respeto rodeado de un respetuoso silencio absolutamente desprovisto de envidia. Se envidia el talento, no la habilidad. Me explicaré: las maniobras, los artificios, las mentiras de los hombres que resbalan hacia la decadencia pueden llevar a engaño a los ingenuos, eternamente engañados con los mismos procedimientos, pero no pasan inadvertidos a los que intuyen su finalidad y desmontan su mecanismo y se encuentran bien en esa atmósfera tropical de vanidad y de tentaciones. Lo más divertido es el odio y la crueldad que no se consiguen ocultar hacia el que sabe caminar recto, mientras la mayor parte de los hombres creen que caminar es trasportar el cuerpo de un lado para otro; hacia el que sabe expresarse elegantemente, mientras la mayor parte de los hombres, cuando no se autodominan o no han sido educados, imitan al mamífero primitivo que se arrojaba sobre la comida y se subía al árbol, y huía por la selva y que, por mucho que evolucione su especie, nunca sabrá hacer un postre sencillo con unos albaricoques maduros y unas almendras tostadas. Por cierto, si dejan reposar la compota en la nevera durante una hora, estará mucho más sabrosa.