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Y la cultura, ¿pa' cuándo?

A lo largo de más de ochenta días he descubierto que podía vivir perfectamente sin tomarme un vino con una amiga o que podía pasar olímpicamente de comer en el restaurante de moda. He sido capaz de resistirme a comprar ropa. He aprendido a teñirme el pelo. Me he hecho la manicura. Me he sobrepuesto a la pena de no viajar. No he echado de menos aeropuertos o estaciones. Me ha importado un bledo tener el coche aparcado sin usar. Más allá de penas, que eran muchas; de la incertidumbre, que también; más allá de la falta de familia (lo peor) y amigos enfrente o de los momentos de miedo, he podido vivir sin muchas de las cosas que habitualmente componen nuestro día a día, sin apenas darnos cuenta.

En esos días, sin embargo, me han acompañado los medios de comunicación. He leído varios libros. He añorado tener tiempo para leer otros. He comprado más de uno. Los he acariciado como un tesoro. He descargado alguno digital, lo he subrayado con mimo para utilizar en próximas conferencias, cursos, artículos. He echado de menos, mucho, muchísimo, ir al cine y al teatro, he lamentado la pérdida de entradas para algunos conciertos. Me ha entristecido la imposibilidad de ir a una sala de exposiciones. En estos meses he escuchado música; todo tipo de música, más allá de las campanas de la iglesia que sonaban justo a las ocho de la tarde, segundos antes de que se conectara el himno de la pandemia. He visto mucho cine, sin salir de casa; he visto varias series, algún documental. Han sido alimento para el alma y compañeros del intelecto sin los que no puedo vivir. En estos meses he alabado que ferias como Arco Lisboa se celebrasen de manera virtual. Y pude verla, lo que habría sido imposible de realizarse físicamente.

En estos días, meses, he renovado mis votos con la cultura.

Y ha sido en este tiempo cuando me ha revuelto la idea de que no se le estaba dando tanta importancia institucional como merece. He visto campañas recordando la necesidad de acudir a los mercados a comprar durante el estado de alarma. He tenido la sensación de que preocupaba más abrir los bares y los restaurantes que los cines o los teatros, y no sé por qué tengo la sensación de que la seguridad sanitaria de estos, más allá de que sean espacios cerrados, podría, no digo que sea, pero sí que podría, ser mayor. Se ha regulado más la vuelta a las terrazas que a los colegios. He visto más campañas con el consumo en los comercios locales de alimentación que las que pedían la vuelta a las librerías (es más me cuesta recordar alguna, no digo que no las haya habido).

La cultura, como el anillo, ¿pa' cuándo?

Necesitamos comprometernos con ella. Como el comer. Porque es ese otro alimento que nos cimenta como personas, que enriquece nuestra alma y que rocía de bienestar el espíritu. Es ese manjar que nos convierte en seres más interesantes, más educados, más sabios. En estos meses he admirado que los museos abrieran sus puertas virtuales y he lamentado que no se manifestara un mayor compromiso con la reconstrucción cultural, que por cierto, también lo es económica. He llorado que no se generase en la ciudadanía un deseo de acudir a la cultura -la de las mayúsculas y la de las minúsculas- como territorio amigo y seguro en el que evadirse de la incertidumbre creada y construirse como mejores individuos. He querido escuchar cantos, aunque fueran de sirena, pidiendo que se insuflara el amor por nuestra cultura, tan amplia, desde la infancia, desde la enseñanza infantil, aunque claro para eso también tendrían que haberse puesto los colegios en el centro de la diana de la reconstrucción. He querido leer sobre la programación cultural en grande (la de las discotecas no aplica).

Por eso, cuando escuché a Ainhoa Arteta, desde su cuenta de Instagram, exigir la necesidad de cultura, para la supervivencia de las almas, animando a acudir a los festivales (hablaba antes de salir a cantar en el de Pedralbes), recordando que son lugares seguros, sentí la necesidad de reclamar más cultura viva. Por eso, cuando vi el desfile de colección Crucero de Dior, con música en vivo, convirtiendo el pueblo italiano de Lecce en una pasarela en la que mostrar una colección elaborada por artesanos locales, he sentido la necesidad de reclamar más cultura para todos. Por eso cuando he visto imágenes de la exposición del artista kosovar Petrit Halilaj, organizada por el Reina Sofía, en el Palacio de Cristal del madrileño parque del Retiro, he sentido la necesidad de gritar «¡cultura!». Porque nos hará más libres, más sabios, mejores como personas, como sociedad y como país.

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