Se está perdiendo una parte de nuestra capacidad de asombro. Lo pudimos comprobar, en un pasado no muy lejano, cuando la crisis de 2008 arruinaba hogares, empresas y proyectos personales. Ahora, de nuevo absorbemos lo extraordinario con una creciente facilidad. De este modo, asuntos que parecerían destinados a ocupar el centro de una atención persistente -el Brexit, el procés catalán, la debilidad gubernamental, las presuntas peripecias económicas del rey emérito- atraviesan con facilidad el filtro del asombro.

Se dirá que la pandemia y sus consecuencias constituyen ahora el ojo del huracán, monopolizando la emisión del asombro; ¿pero realmente es así? Transcurridos apenas unos meses del que, hasta ahora, ha sido el gran confinamiento de nuestras vidas y libertades, la normalización se interpreta en una doble clave: la del temor y la del desafío. Los sentidores del primero mantienen su alarmado asombro ante el recuerdo de los enfermos de la covid-19 invadidos por los tentáculos de respiradores y otros medios hospitalarios, por la fotografía final de duelos sin deudos, por el mudo sonido de los adioses imposibles.

Por el contrario, los desafiadores de la nueva normalidad han expulsado de la cancha de sus percepciones el asombro ante la enfermedad, sus secuelas y desenlaces. Las bicicletas son para el verano y la pandemia parece que también. ¿Por qué asombrarse de la covid-19 cuando es una enfermedad que sólo agrede con generalizada fiereza a los mayores? ¿Por qué reajustar el estilo personal de vida a causa de un bicho que no parece penalizar, entre ciertas edades, el botellón, el desuso de las mascarillas, la compartición de humos y alcoholes, la explosiva irrupción de las masivas liturgias veraniegas?

La decoloración del asombro como capacidad humana tiene esos y otros efectos; pero, con carácter más general, su atenuación reduce la presencia de la responsabilidad. No somos indiferentes ante lo que nos asombra y una de las formas de manifestarlo es actuando responsablemente. Durante el estado de alarma esa ligazón se dio con regularidad y su difusión condujo al control deseado de la covid-19. Ahora, engañosamente superado lo más difícil, la erosión del asombro y la devaluación de la responsabilidad están haciendo emerger, a buena velocidad, los ecos destructivos del ayer.

Hábitos culturales propios de una sociedad que siente como propias la calle y la noche, desenganche intergeneracional, expansión esperable tras la represión de la antigua normalidad, argumentarán algunos. Puede que lo anterior arroje su correspondiente ración explicativa a la marmita de las reacciones sociales que estamos observando; pero permanece la pregunta sobre el efecto que el posible desguace del asombro arroja sobre nuestra ética básica y la de nuestros conciudadanos; entre ellos, una parte bien visible de los jóvenes.

Si resulta cierto que son menos dados a asombrarse y responsabilizarse ante lo que inquieta la vida de otras personas -incluidos sus propios padres y abuelos- quizás quepa concluir que la frivolidad, el escepticismo o el individualismo han ensanchado su presencia en las generaciones más recientes. Una conclusión dolorosa pero no ausente de raíces explicativas. El carpe diem atrapa a la gente que estuvo arropada en su infancia y adolescencia por lo que ahora se recuerda, con nostalgia, como la añorada opulencia familiar. Razones no les faltan a algunos: el máster apenas permite superar el sueldo mileurista ni éste el alquiler del apartamento; la retórica sobre el cambio climático no impide que pasen los años sin que cambie de dirección; se habla de transición digital, pero no de políticas activas de empleo sobre ese nuevo trabajo anclado en la robótica y la inteligencia artificial. Y suma y sigue.

Ante la percepción de un escenario de futuro semejante, qué hacer: ¿sumergirse en la ansiedad, o disfrutar a tope mientras se pueda?