Tras cinco intensas jornadas de debates, propuestas y desencuentros, los Estados miembros de la Unión Europea (UE) acordaron un paquete masivo y extraordinario de estímulos para hacer frente a la pandemia. Dicho pacto incluye un mandato a la Comisión Europea para acudir a los mercados y endeudarse por 750.000 millones de euros, desglosados en 390.000 millones en subvenciones y 360.000 a emplear en préstamos. Se acordó además el establecimiento del próximo marco financiero 2021-27 de algo más de un billón de euros. A falta de afinar las cifras, España podrá recibir 140.000 millones del dinero europeo, equivalente al 11 % del PIB, de los que algo más de 72.000 millones serán a fondo perdido.

Hay que reconocer que el paso dado por la UE es de gigante y novedoso atendiendo a varios aspectos. El primero es la cuantía, con un importe total cercano a 2,4 billones de euros, uniendo al fondo de reactivación y marco presupuestario plurianual otros 540.000 millones ya acordados dirigidos al empleo, gasto sanitario y avales. Esta movilización de recursos sería equivalente al 17 % de la Renta Nacional Bruta de la UE, superando ligeramente al 16 % de EE UU y muy por encima del 4,2 % chino.

El segundo aspecto inédito es el diseño de la operación. La UE acudirá a los mercados de deuda con los que obtendrá recursos que en parte repartirá a fondo perdido, ofreciendo así una suerte de mutualización hasta ahora evitada por Alemania y resto de países frugales. Nada que ver con el modelo presupuestario en el que instrumentos como la Política Agraria Común y los fondos de cohesión obtienen los recursos de la aportación de los Estados a título individual y sólo con algunos ingresos propios de la UE. Esta fuente de ingresos propios se intentará, además, ampliar ahora con tasas comunitarias sobre plásticos o sobre el carbono, entre otras.

El tercer factor es el de la condicionalidad de las ayudas. No habrá hombres de negro, troika o memorandos de entendimiento y sí planes de reformas nacionales, elaborados por los países receptores de las ayudas, que serán evaluados por la Comisión y aprobados por el Consejo por mayoría cualificada. Esto no impide la exigencia de planes de reforma serios y creíbles a los Estados miembros pero sí elimina el temido derecho de veto.

Aunque las negociaciones han sido duras -y los países frugales han obtenido concesiones con la ampliación de las rebajas en sus aportaciones al presupuesto comunitario-, apostábamos por el acuerdo atendiendo a dos razones. La primera era la firme apuesta de Alemania por el mismo, tras un sorprendente cambio de postura con respecto a la austeridad mostrado por la canciller Merkel. La segunda, la constatación estadística de que los países frugales figuran entre los más beneficiados por la existencia del mercado único y de los más perjudicados, en términos de PIB, simulando una desaparición del mismo. Han hecho ruido pero el pacto les convenía.

El acuerdo pasará a la historia por muchas razones aunque sobresalen la rapidez de su futuro despliegue y un diseño sin precedentes. Un atisbo de mutualización de la deuda que pone una pica en Flandes, nunca mejor dicho, con la que iniciar el camino a la unión fiscal que permita afianzar aún más los cimientos de la Unión Europea.