En la vida que llevo las noticias me llegan tarde. La de la muerte de Trini Simó es un golpe sordo. De repente me doy cuenta de que entre los libros que se amontonan ahora mismo en mi mesa de trabajo hay uno suyo. Es la' Iniciación al arte español de la postguerra de Vicente Aguilera Cerni', publicado por Península en noviembre de 1970. Abro la primera página y vuelvo a leer su firma, escrita con estilográfica y tinta roja: «T. Simó/ I-71». Veo, por el sello, que está comprado en la Librería Lauria, la librería de los Muñoz, a dos pasos de la tienda de zapatos de su familia. Imagino que algún día de lo que queda de este verano malo alguien encontrará entre sus libros alguno mío, olvidado, como el suyo, durante medio siglo.

En aquel tiempo nos prestábamos libros, nos pasábamos noticias, discutíamos y nos veíamos mucho. Trabajábamos en el modernismo valenciano. En la primavera de 1968 yo había publicado en la revista 'Serra d'Or' dos artículos dedicados respectivamente al urbanismo y a la arquitectura modernistas de València. Poco después, la revista 'Hogar y arquitectura' nos encargó a Emilio Giménez y a mí otro artículo sobre el tema. Seguimos investigando y escribimos un texto muy largo. Para ilustrarlo encargamos una serie de fotografías a Paco Jarque, el fotógrafo de Publipress. Trini Simó, que comenzaba a estudiar el mismo tema para su tesis doctoral, se puso en contacto con nosotros a través de Jarque y Alfaro. Recuerdo nítidamente una reunión, a última hora de la mañana, en el luminoso piso de Grabador Esteve en el que vivía entonces. Me impresionó su tenacidad y su entusiasmo. Nos hicimos amigos. Tres años más tarde su trabajo se materializó en su primer libro, La arquitectura de la renovación urbana en València, con fotografías de Jarque y prólogo de Fuster. Luego vino su libro de Sorolla, el signo más visible de la reconciliación de nuestra generación con la memoria del gran artista valenciano.

Antes, nos había contratado la incipiente Escuela de Arquitectura de Valencia como profesores. Fue en 1969. A mí (en enero) de estética, a ella (en septiembre) de historia del arte. Ese mismo año (creo que también en septiembre) entró, como profesor de sociología y demografía, Ricard Pérez Casado, otro no arquitecto y otro amigo. La escuela era muy pequeña y el vínculo entre los tres profesores no arquitectos y el resto lo constituían Juanjo Estellés y Emilio Giménez.

En 1972, con la Escuela ya plenamente integrada en un nuevo Instituto Politécnico, creado y severamente gobernado por el Opus Dei, fui expulsado como profesor. Busqué empleo y lo encontré, por suerte enseguida, en la Escuela de Arquitectura de Portsmouth. Trabajé allí durante doce años. A lo largo de ese período aprovechaba las vacaciones universitarias para volver con frecuencia a València. Seguí viendo a los amigos de aquí: Solbes y Valdés, Alfaro, Emilio y, con menor frecuencia, a los antiguos compañeros de la Escuela de Arquitectura, entre ellos Trini.

Mis recuerdos de ella a partir de entonces se parecen a una sucesión de flashes, cada vez más distantes. Se divorció, una decisión que en su caso requirió una valentía enorme. Pasaron los años y, durante un tiempo, mantuvo una relación amorosa con Juanjo Estellés. No sé cómo empezó ni cómo acabó, pero les recuerdo como una pareja bellísima, como de otro mundo. En el terreno de las pasiones intelectuales el estudio del urbanismo y de la arquitectura valenciana la llevó a militar en los movimientos cívicos de defensa del patrimonio: el Botànic, el Cabanyal... Se entregaba siempre a fondo, con generosidad, y fue, para la derecha conservadora que mandaba en la ciudad, una enemiga temible. Militó también en el feminismo, pero de eso ya no tuve ocasión de hablar con ella. Tampoco podré hacerlo ya nunca.