El presidente del Gobierno planteó en una entrevista concedida a un medio de comunicación el pasado mes de julio la posibilidad de reformar el artículo 56 de la Constitución que establece la inviolabilidad del rey. Al margen de las circunstancias que concurren en el rey emérito Juan Carlos I, que parecen ser la causa inmediata de la pretendida reforma, no cabe duda de que el artículo 56, pensando en el presente y en el futuro de la monarquía parlamentaria, merece ser examinado.

La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, dice el primer punto del apartado 3 del mencionado artículo. Este precepto ha sido interpretado por el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional sin ponerlo en conexión con otros preceptos de la Constitución, ni siquiera con el segundo punto del mismo apartado 3 del artículo 56. Y esa interpretación asistemática ha conducido a dichos tribunales a establecer que la inviolabilidad del rey es absoluta, que comprende los actos públicos que corresponden a su función de jefe del Estado y también a sus actos privados. Según esta doctrina jurisprudencial, si el rey, por ejemplo, presuntamente cometiera un grave delito, no pagara la factura en un restaurante, no hiciera la declaración anual del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, o bien ocultara una donación recibida, ni los particulares afectados, ni la Administración, ni los fiscales podrían acudir a los tribunales en defensa de sus respectivos intereses públicos o privados; ningún tribunal podría investigar o procesar al rey ni podría exigirle responsabilidad alguna. ¿Es ésta una lectura correcta de la Constitución? ¿Concibieron los constituyentes al jefe del Estado como un rey medieval, o como un caudillo solo responsable ante dios y ante la historia, como su antecesor Franco? O, como se concibe en Constituciones medievalistas como la de Dinamarca, que establece que la persona del rey es sagrada.

La lectura que han hecho de la Constitución los tribunales antes mencionados, a nuestro juicio, no es correcta. En efecto, el apartado 3 del artículo 56, después de proclamar la inviolabilidad e irresponsabilidad del rey establece que los actos del monarca para que sean válidos deben ser refrendados por el presidente del Gobierno, por los ministros o por el presidente del Congreso, según los casos (también el artículo 64 de la Constitución). Mediante el refrendo se desplaza la responsabilidad por los actos del rey, dictados como jefe del Estado, a los que los refrendan. De manera que no es difícil concluir que la inviolabilidad y la irresponsabilidad del rey se refiere a los actos que son refrendados. Los actos privados no son refrendados; por tanto, su responsabilidad no puede atribuirse a otros, y nada dice nuestra Constitución sobre la existencia de actos privados exentos de responsabilidad, ni es necesario que el texto fundamental se pronuncie expresamente en este sentido, pues resulta inconcebible que bajo el principio de justicia que preside nuestra Constitución fuera posible que el rey estuviera por encima de la propia Constitución y de las leyes. De manera que una lectura correcta de la Constitución limitaría la inviolabilidad del rey a los actos que son objeto de refrendo.

El rey en nuestra Carta Magna no está por encima de la ley, no es un rey por derecho divino, sino que debe su cargo a la Constitución y ésta ordena que todos los poderes estén sometidos a la ley y al Derecho. En la inmensa mayoría de Estados democráticos, los jefes del Estado solo están exentos de responsabilidad por los actos que son refrendados por presidentes del Gobierno o ministros, sin que disfruten en algunos casos de un fuero judicial especial en lo relativo a sus actos privados. En otros países no se puede juzgar por delitos comunes a sus presidentes mientras dure su mandato, pero las infracciones o delitos que pudiera haber cometido el jefe del Estado se pueden juzgar al cesar en su cargo. Pero teniendo en cuenta que el rey en España puede ser jefe del Estado hasta su muerte la regla anterior no puede aplicarse, y en caso de abdicación, de acuerdo con los tribunales antes citados, tampoco se le puede juzgar por actos privados durante su mandato.

Se dice que la reforma del citado artículo 56.3 presenta grandes problemas jurídicos y políticos, habida cuenta de que dicha reforma se tendría que hacer en la actualidad por el artículo 168 de la Constitución que exige, ente otros trámites, la disolución de las Cortes y un referéndum popular. Y a todas luces parece desproporcionado que se reforme la Constitución por el procedimiento del artículo 168 para corregir el error interpretativo de nuestros tribunales, que no tiene parangón en las democracias avanzadas. Pero no debe olvidarse que es posible, antes de modificar el artículo 56.3, derogar o modificar el artículo 168 por el procedimiento del artículo 167 de la Constitución

No debe tampoco olvidarse que el artículo 168 de la Constitución no tiene precedente en las Constituciones de las democracias más avanzadas. No obstante, aunque se suprimiera o reformara el artículo 168, el artículo 167 seguiría regulando la reforma del artículo 56.3 mediante un procedimiento riguroso que impide se produzcan reformas irreflexivas de la Constitución.

Debe recordarse que el artículo 167 exige que la reforma se acuerde por mayoría de tres quintos de los miembros de cada cámara; que si no se ponen de acuerdo ambas cámaras debe crearse una comisión para acordar un texto de reforma; y que si no hay acuerdo, la reforma solo se puede llevar a cabo si el Congreso lo acuerda por mayoría de dos tercios de su miembros y el Senado por mayoría absoluta de sus miembros. Y finalmente, una décima parte de los miembros del Congreso (35 diputados) puede exigir que se celebre un referéndum popular de ratificación de la reforma. De manera que una vez suprimido o reformado el artículo 168 se podría abordar el asunto de la responsabilidad del rey por actos diferentes a los refrendados por el presidente del Gobierno, los ministros o el presidente del Congreso.

No es difícil concluir que la interpretación del artículo 56.3 de la Constitución por los mencionados tribunales es un tributo tardío a la transición a la democracia, que en la actualidad es insostenible, y que lejos de beneficiar a la institución monárquica puede precipitar su fin. La modernización de la monarquía, su adaptación a nuestro tiempo, desprendiéndose de privilegios medievales, es una de las claves para preservarla.