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Matías Vallés

Se necesita Rey, no monarquía

En cuanto el politólogo se explaya pomposo en que "la monarquía simboliza la unión trascendente del Rey con su pueblo...", no conviene bostezar, por lo que supone de amenaza de propagación del coronavirus. Es más apropiado bajar la lidia a la arena con una pregunta terrenal:

—¿Tiene usted un/a Rey/Reina en condiciones?

Un país acuciado por una pandemia que vuelve a liderar, y enfangado en la mayor crisis económica de su historia por el número de afectados, precisa antes un Rey eficaz que una monarquía teóricamente virtuosa.

Ya que la decepción a la ciudadanía urdida por destacadas figuras de la Familia Real es económica, el contenido de la alcancía supera en importancia a su descripción. Los adalides de las formas de Gobierno abstractas olvidan que no se censura a Juan Carlos I por Rey, sino por presunta corrupción en su propio feudo. El dopaje de un ciclista no guarda relación con el deporte que practica, pero empujará lógicamente a la afición decepcionada hacia otras disciplinas. Y la desolación nunca es proporcional a la cantidad defraudada, sino a la ilusión creada.

España se aclimató a un monarca epicúreo, que sustituyó el denso discurso por los breves donaires. La ciudadanía prefiere gobernantes a quienes tenga algo que perdonarles. Juan Carlos I ni siquiera eligió la variante más habitual en los líderes tocados por la gracia de Dios, el despotismo. Ha caído sin ser un tirano, lo cual agrava su situación. A continuación, los defensores de una monarquía difuminada esquivan con sumo cuidado la enumeración de las virtudes concretas que debe reunir el titular de la Corona, no vaya a ser que se cotejen con el ocupante del cargo.

Se pretende que la monarquía es indiscutible al margen de las personas en que se encarne, un abuso de la irracionalidad en tiempos en que la medicina de la evidencia ha arrinconado a los principios en aras del pragmatismo. Imponer una institución sin disponer de ejemplos personales de su utilidad supone un objetivo claramente exagerado en los tiempos actuales. En los análisis apresurados que se suceden esta semana, no ha quedado claro si el tratamiento alcanforado contenido en el pacto tácito sobre la Familia Real se debía a que esa institución inapelable no aguanta la crítica racional, que han de soportar otras instancias gubernamentales. Las condenas por injurias a la Corona llenarían un abultado volumen, y más de una debería revisarse a la luz de las cuentas suizas.

A medio discurso, el politólogo multiusos advertirá que los pecadillos de un Rey "no pueden desacreditar una transición que ha conducido a España a los años de mayor prosperidad..." Aquí procede interrumpir sin pedir la venia, con un sencillo:

—Pruebe a endilgarle esta monserga a un menor de cuarenta años.

"No hay preguntas estúpidas" es la máxima que adoptó Andersen como lema de la fábula en que un niño demostraba que el rey está desnudo. Sin necesidad de formular el interrogante, los españoles nacidos tras la coronación de Juan Carlos I han aprendido que la generación de la transición está muy sobrevalorada.

Se desembarca así en el papel decisivo jugado por el Gobierno en la crisis. Sánchez no pretende engañar a nadie al manifestar en público que desconoce la ubicación de Juan Carlos I, convenientemente escoltado por numerosos efectivos policiales del ejecutivo. Se limita a trasladar el mensaje de que el destino del penúltimo jefe del Estado no le importa lo más mínimo. Es una crueldad, pero no mayor que la dureza exhibida por Felipe González cuando, en junio de 1992, comentó que no había podido celebrarse el despacho semanal en La Zarzuela porque el mismo Juan Carlos I de antes no se encontraba en España. La Casa del Rey al mando de Sabino Fernández Campo perdió el aliento, para devolver a Madrid a un monarca que sin avisar a nadie había disfrutado de una semana suplementaria de vacaciones. En Suiza, naturalmente.

Culpar de lo ocurrido a Podemos, el disolvente universal de los males que aquejan al país, ni siquiera alcanza el mérito de la originalidad. Es otra reedición de la transición tentacular. En la dualidad Sánchez/Iglesias, al igual que sucedía en el tándem González/Guerra, siempre se culpa al vicepresidente de las proclamas estridentes y las declaraciones altisonantes que correspondían en realidad a la línea dura impuesta por la presidencia. El titular actual de La Moncloa no se siente a gusto con un palacio por encima del suyo. Recurre incluso a la cláusula moral, para acentuar su superioridad. "Siempre he dicho la verdad", repetía el martes con la excusa de que se refería al coronavirus, pero con la mirada fija en Juan Carlos I.

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