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Los reyes son los padres

Uno de los errores de analizar procesos, modelos e instituciones que han construido y protagonizado generaciones anteriores es, sin duda, el de caer en el adanismo de que todo empieza con uno y lo anterior, simplemente, se hizo mal o es falso. El problema, por otra parte, de las generaciones que sí lo vivieron, es el de pensar que lo que se está analizando no son procesos concretos y sus repercusiones en el presente, sino una suerte de impugnación de biografías y experiencias vitales. Es lo que me da la impresión que ocurre con el relato más importante (y, por tanto, exitoso) de nuestra historia reciente, como es el de la Transición, que si bien desde algunos sectores se ha podido analizar desde el "revanchismo" y la condena al pasado, la visión dominante ha sido la de situarla por encima de la crítica, por encima de la razón y, pese a su relevancia, contada a través de cuentos que parecen destinados a niños y no a ciudadanos adultos de una democracia consolidada.

Gran parte de los discursos y relatos del mito que es la Transición se condensaban en la monarquía. Por esto, tras años de opacidad y falta de control democrático e institucional -vamos, de corrupción sin ambages-, se la ha intentado justificar y salvar de mil modos, pues parece que con ella se salva el mito construido, a veces sobre cuestiones verídicas, a menudo sobre frases hechas que no resisten el mínimo análisis histórico pero que apuntalan el relato de una transición de cuento de hadas (cuando entre 1975 y 1983, se produjeron 591 muertes por motivos políticos), donde todos los partidos actuaron "anteponiendo los intereses del país a los suyos" (al margen del poder del ejército y las fuerzas del régimen franquista) o, algo repetido estos días que, de tan infantil, se vuelve contra quien lo quiera pasar por cierto, como que "el rey nos trajo la democracia". No es casualidad que en estos momentos sean las defensas a la monarquía y no las críticas las que más la están deslegitimando y desgastando.

España entró en un régimen democrático tras años de férrea dictadura debido a la presión del movimiento democrático (sindical, estudiantil, territorial) y del entorno internacional, que hacían inviable algo que no fuera una democracia. Las élites se ocuparon de conservar sus privilegios, tratando (exitosamente) de pilotarla activamente, encontrando en la figura del rey alguien que entendió (porque no había otro modo) que sin democracia no habría monarquía. A partir de aquí, quien quiera alabar la figura del rey emérito por su papel, que lo haga, pero no haciéndonos comulgar con cuentos para niños que, pese a su bochornosa simpleza, todavía podemos leer y escuchar a diario planteando que un día, generoso él, nos "concedió" la democracia a los españoles. Entre otras cosas porque terrible democracia sería esa que se concede por voluntad personal.

Lo peor no es sólo el infantilismo y la falta de rigor de estos "argumentos", sino que al usarlos en el momento actual, parece desprenderse que la corrupción del jefe de estado y los que le rodean fuese un precio a pagar (para muchos, de manera gustosa) por defender una idea de democracia cada vez más irreal y pequeña, y no precisamente la causa de una desafección hacia las instituciones que dicen representar. De tal modo, que exigir a un jefe de estado que de explicaciones y no robe, sitúa automáticamente en el "extremismo" y la "radicalidad" al que lo exige. Un plan sin fisuras.

Porque este infantilismo ha sido constante, empezando por nuestra prensa, con demasiadas pocas excepciones. Tuvo que ser la prensa internacional la que rompió el silencio sobre el rey y, si alguien creía que el periodismo español rectificaría ante la evidencia, solo hace falta darse una vuelta por los principales medios estos días para seguir comparando con el resto del mundo; y, si se hace alguna crítica, es para tratar de desligar (en una institución hereditaria no elegible) su figura de la de Felipe VI, repitiendo el esquema anterior cambiando de monarca.

Porque lo más relevante no es que el rey sea un corrupto, sino la clamorosa ausencia de mecanismos de control sobre la máxima autoridad del estado, que no es ni juzgable, ni elegible, ni investigable. Lo relevante es poner fin a la impunidad y a este tratamiento constante como súbditos menores de edad, que no ciudadanos. No tiene sentido decir, a la vez, que España es una democracia consolidada pero con temas de los que no se puede hablar, discutir, ni mucho menos, decidir. Vetando preguntas, comisiones e investigaciones de una institución que, cuando entra en crisis, solo se rinde cuentas a sí misma mediante cartas personales, como si fuera un tema familiar y privado a despachar de la única familia blindada en nuestra constitución y, por tanto, pública.

Seguir repitiendo mantras que no se sostienen por los hechos como que la corona es "símbolo de unidad" o que "nos integra a todos", no es sólo engañarse sino, de nuevo, tratarnos como niños. La monarquía, por sus actos, decisiones y alineaciones, se ha convertido en fuente de conflicto antes que de estabilidad. Qué menos que si quiere seguir existiendo en un país que se llama moderno y democrático, se legitime democráticamente. Pero de verdad, no introducida en la ley con trampas explicadas por Adolfo Suárez o demás historias para niños.

Y no hace más falta que echar una vista a las tertulias de estos días para ver, no sólo la brecha entre la opinión pública y la opinión publicada, sino una tremenda brecha generacional entre unos tertulianos "expertos" que triplican en edad a una generación que difícilmente entiende esa especificación, ni se le explica, ni mucho menos se le pregunta qué opina. La defensa de la monarquía parece ya sólo darse como cabeza visible de la defensa a ultranza de un (des)orden económico y político que hace aguas, acumulando crisis territoriales, sociales y democráticas, o bien de un pasado mítico del que los españoles todavía debemos ser presos.

La opacidad y absoluta falta de control de una institución anacrónica que la ha acabado de poner en la picota, ha querido ser resuelta por la corona y un sector del gobierno, con un huída rodeada de más opacidad y falta de control. Resulta casi sorprendente (si no fuese reiterado) pensar que los autores de tan magno plan, piensen que sirve de algo sino es para acrecentar el malestar. Porque los mitos y relatos compartidos son importantes en cualquier sociedad, pero para esto es necesario primero, que sean efectivamente compartidos y, segundo, que no impliquen tratar a la gente como niños.

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