ntre el Apocalipsis bíblico y el ‘Infierno’ de Dante pasaron más de mil años. Años tenebrosos, inmóviles, brutales. Al final del ‘Infierno’, en el último verso, la gente sale a la calle para volver a contemplar las estrellas. ¿No presagia ya ese verso del Trecento las primeras luces renacentistas? Dante es coetáneo del Giotto, el pintor que rompe las trascendencias medievales y capta la naturaleza en su mirada para después entronizar el humanismo. Adiós a los siglos de enclaustramiento y de temor divino. A partir de entonces, incluyamos los cientos de miles de muertos de Hiroshima, el terror ya tendría forma humana. Hasta hoy. ¿Contemplaremos de nuevo las estrellas? Descartémoslo, de momento. Más bien parece que regresamos a la noche oscura del medievo y que la peste del siglo XXI nos volverá a encerrar entre paredes. En la primera ola del coronavirus disculpamos a la política.

Dijimos: les ha pillado desprevenidos a los gobernantes de la Tierra, el azote biológico era difícil de pronosticar y de resolver, había señales claras pero la naturaleza es más poderosa que la política y ha ganado el combate. Esta vez no hay disculpa posible. La ciudadanía habrá fracasado con sus alegrías inconscientes y sus chiquilladas insensatas pero la política no ha de tener consuelo: su misión de guía de la sociedad ha resultado un rotundo fracaso.

Por estos cercanos pagos, ni siquiera se le hace caso a Mónica Oltra y a Joan Ribó. No una, sino varias veces, han expresado cuál es su fórmula para frenar los nuevos brotes de contagio: el método con el que trabaja el cirujano. Amputar una parte del sistema orgánico para que no se extienda el mal hacia todo el cuerpo social. Cerrar el ocio masivo -acabar con las concentraciones de jóvenes- y dotarlo de ayudas evitando que los focos contagiosos propaguen el virus y ataquen a todos los nervios del tinglado económico. Condenar las reuniones multitudinarias, las citas familiares o amistosas que sobrepasen un número determinado de personas, redoblar la presión sobre los incumplimientos, explotar los indicadores que enfatizan muy claramente que el virus se está dispersando por barrios y ciudades, aislar fragmentos sociales para detener la transmisión.

Si en esta ocasión también se generaliza la epidemia, se desencadenará el desastre. Medicina de cirujano, pues, y no la de cuidados paliativos. El tiempo aquí es decisivo. La espera, el infierno. Oltra y Ribó lo vienen reiterando en consonancia con un montón de científicos. Anticiparse a la nueva calamidad si se quiere salvar la economía, que se hundirá definitivamente en caso de producirse otro confinamiento social. Cercenar las partes para salvar el todo. ¿Hay otra solución para no acudir al cadalso portando la cabeza ya debajo del brazo? Es la dialéctica de la razón, con la que estará de acuerdo también el vicepresidente Dalmau, frente a la dialéctica de la monstruosidad. Ésta última es un ‘laissez faire, laissez passer’ baldío que nos aboca a la exaltación de la selva. Y al elogio de la fatalidad de la muerte: salimos de la nada, vivimos un tiempo entre animales, y regresamos a la nada. ¿Qué más da si no contemplamos de nuevo las estrellas?

Las app del contagio

En este último caso, no hay que sufrir en exceso. Lo denominan el feudalismo digital, o algo así. Resulta que tus datos han sido digeridos por los algoritmos correspondientes durante años de forma que ya te puedes morir tranquilo porque continuarás en Google -y continuará enviándote sus publicidades y sus cosas- durante una buena porción de eternidad. No hay fe de vida que valga en la ‘nube’. Si esto sucede y si el móvil actúa como un espía -nos puede escuchar, captar imágenes, conocer donde estamos, qué hacemos, etcétera- ¿por qué puñetas íbamos a ponerle pegas a unos sistemas de comunicación que señalicen a los propagadores del virus o que indiquen a los demás el mal que incubamos dentro? Si lo saben todo de ti -si te gusta Bach o la comida basura, ejercitarte en el karaoke o ver pelis de cine negro francés- ¿qué más da si añadimos una maldita enfermedad contagiosa a la cesta de la compra de nuestra identidad?

El debate sobre la privacidad es otro debate viciado en origen, como tantos otros. Aceptamos acoger en nuestra casa o en nuestro bolsillo a un espía declarado, ese teléfono móvil al que cuidamos, compramos y protegemos. Es nuestro espía íntimo que nos vigila a través de múltiples aplicaciones. Pero, sin embargo, ponemos el grito en el cielo ante una app que le indique a tu vecino el riesgo que portas en tu cuerpo. Y los gobiernos frenan las iniciativas a fin de proteger al individuo de una desnudez que ya es imparable.

Los códigos de los gobernantes también han quedado viejos. ¿En los tiempos de la explosión de la inteligencia artificial, el ‘big data’ y todo el tinglado cibernético es normal que nos manejemos con un DNI de cartón plastificado que anida en la cartera? O con una tarjeta de la Seguridad Social con un numerito en rojo o azul... Nuestra manera de relacionarnos con los bancos, los médicos, la Administración, la justicia, ¿cómo va a ser? ¿Y las formas políticas que emergieron en el XIX no son ya ese DNI de cartón o esa tarjeta de la SS plastificada?

Por otro lado, y dejémonos de remilgos, ¿no sería mejor que sustituyera un vulgar algoritmo de la susodicha inteligencia artificial a algún juez impugnador de las decisiones políticas en materia de prevención de la pandemia que han sido inspiradas en la experiencia científica? Sin duda, las matemáticas serían más razonables y más certeras.