He leído todos los escritos relacionados con el caso IAM-Javier Paniagua publicados por Levante-EMV. No puedo ni debo guardar silencio por fidelidad a todos los folios en los que he defendido y razonado el fin de los censores que se han amparado en la figura del editor que debe proteger los valores que niega el censor: la libertad de expresión, la integridad de los textos. A quienes han nombrado a Vicent Flor, les urge recomendarle la lectura de nuestra Ley de Propiedad Intelectual y unas clases sobre el apartado relativo al contrato. Qué menos cuando estamos hablando del editor del IAM, esto es, de una institución dependiente de la Generalitat y que fue pensada para proteger el trabajo editorial, para expandir ideas, sentimientos o datos dentro del más absoluto respeto a la libertad de opinión, valor constitucional.

El proceder de este editor del IAM revela que lee poco porque menciones como las realizadas por Paniagua en sus páginas son frecuentes en escritos contemporáneos relacionados con la universidad española. Más aún, esos escritos, alojados en libros o periódicos, destilan un grado de acidez que no tienen el de Paniagua. En la forma, la firma de un contrato obliga a respetarlo sin más, pues un editor puede tomarse la libertad de manifestar que le interesa un trabajo y que firmará contrato cuando lea el original; también puede, ante la autoridad académica de algunos autores, contratar sin más, sin leer una obra. Ahora bien, una vez firmado, el contrato de edición obliga al editor y a la sociedad que lo ha nombrado, sea privada o pública. Presentarse como el defensor del honor de algunas personas («en el prólogo se explicitaban acusaciones personales graves sin pruebas») es una atribución que estoy seguro que no será agradecida por los aludidos porque tienen criterio y plumas como para responder al profesor Paniagua si lo consideraran relevante. Por tanto, los aludidos no precisan del censor Flor. Pretende justificarse éste, al constituirse en salvaguarda del interés de la editorial: «Yo tengo la obligación de velar por los intereses de la editorial». La primera y fundamental obligación es no firmar en vano. Así y solo así salvaguarda los intereses de un centro editorial creado para generar el debate y la crítica.

¿Cabe arrojar más barro sobre la institución que ha nombrado a Flor? No le daré un consejo; sólo marcaré un proceder de editor cuando se recibe a personas con tanto recorrido público y académico como tiene Javier Paniagua que mantiene cuentas pendientes y, por tanto, en uno u otro momento las saldan. En tal situación, si el editor duda del interés de la obra, aunque el autor sea conocido, requiere el original finalizado, lee y luego firma o no firma el contrato; si duda del interés o conveniencia de una obra y firma un contrato, deberá respetar el contrato, suceda lo que suceda. Si no edita lo contratado es un censor. Llamemos a las cosas por su nombre.

Por otra parte, el profesor José Antonio Piqueras nos dio a conocer algunas peculiaridades de este editor. Todas muy significativas y muy relevantes cuando ha llegado a ocupar el cargo que ocupa. Ahora bien, me ha de permitir mi buen colega recordarle que no se debe invocar el nombre de Dios en vano. Y, por supuesto, ligar a esta persona, proceder y actividad con el nombre de Gallimard no tiene perdón. Es claro que lo hizo en tono sarcástico, pero un proceder torpe y servil como el denunciado por Piqueras no puede ligarse ni en bromas o con fines sarcásticos a ese nombre, cargado de dignidad y conocimiento.

Espero disponer de unas tardes para dedicar a este proceder unas páginas en una revista especializada en edición. La razón es clara: dentro de la edición oficial se cometen arbitrariedades en donde el único informe que no tiene valor para quien es funcionario/a editor/a es el del especialista; este proceder es alarmante cuando tiene lugar en la edición universitaria. Por eso es importante es que la edición oficial sea algo tan limpio de intereses, no de política editorial, como un espejo. En una editorial sobran políticas complacientes que se enmascaran de formas diversas, pero que suponen que el funcionario hace del espacio público un espacio privado y traslada a la edición sus fobias y frustraciones. Digo esto para que Vicent Flor no se sienta solo; hay más 'flores' en el campo de la edición pública.