La monarquía ya no tiene sentido de existir; no necesitamos reyes, sino gobernantes, pero la Constitución Española reconoce la monarquía parlamentaria como la forma de Estado y las nuevas generaciones han afilado las uñas en contra de quienes votamos la aprobación de la ley fundamental. Lamentablemente, aquellos hombres de Estado que propiciaron la Transición ya no existen en la escena pública; entre ellos estaban dede la derecha más radical a la izquierda más extrema. Para aquéllos, la monarquía era una mera restauración de la legalidad histórica o el cumplimiento de la voluntad de Franco a partir de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y éstos eran conscientes de que si los otros, que aún tenían la fuerza del ejército a su disposición, habían transigido con su legalización, ellos también tendrían que hacer concesiones y una monarquía parlamentaria carecía en sus propios términos de cualquier absolutismo limitándose a la representatividad como permanencia frente, o a margen, a los avatares políticos del Gobierno que saliera de la voluntad del pueblo. Conciliar las posiciones de Arias Salgado, Adolfo Suárez, Fraga Iribarne, Felipe González,Antonio Senillosa o Santiago Carrillo y demás pilares de los antagonismos no fue fácil ni grato para ninguno; pero los seguidores de cualesquiera de ellos supimos agradecerles que habían hecho posible la convivencia y vivimos una etapa tan feliz, y tan alegre, que puede justificar el resto de nuestros días.

Aquellas generaciones no tenemos que pedir prerdón ni presentar cualquier excusa ante quienes pretenden desentenderse del pasado porque, en primer lugar, tendrían que conocerlo, y nada saben ni quieren saber de la más reciente historia por cuyos hechos, precisamente, ahora disponen de una libertad que a nosotros nos fue vedada. Esas voces sin censura que ningunean la transición, que les niegan cualquier mérito a sus protagonistas y gestores, que desprecian a los políticos de antes y a los actuales de los que solo parece interesar el sueldo que cobran y se envuelven en la que por ahora es una inexistente bandera republicana son los que dan pie a que otros utilicen la enseña, la de todos, como patrimonio privativo para sus míseros escraches a familias y voceen vivas a España como si el resto quisiéramos su consumición.

La restauración monárquica fue un parámetro imprescindible que se tuvo en cuenta. Entronamos a un joven rey que soportó, como Suárez, que le tratasen de traidor porque antepuso el futuro al origen de su propia herencia. Evitó que prosperase el golpe de Estado del 23F, representó dignamente a esta país en congresos, asambleas, universidades y actos políticos en los que se permitió imponer silencio a un primer mandatario por aludir al que había sido nuestro presidente. Pero el rey compartía naturaleza con el hombre que resultó, cercano, divertido y aficionado a los ligues amorosos que en este país en que el macho ibérico aún forma parte de la tradición provocaba simpatías.

No interesa la opinión de una princesa negocianta que ni siquiera es princesa; ni lo que cuente un comisario corrupto. La ley es igual para todos. Todos estamos de acuerdo en que se le aplique, por lo que sea cierto, por cuanto se demuestre. Pero evitemos una vez más los juicios paralelos hechos de comidillas en tertulias de una bajeza inusitada. Sabemos, parece que con certeza, que un árabe le regaló un dinero, calderilla para él e inmensa fortuna para nosotros, que ni siquiera llegó a España. Tal vez preparaba su corralito en esa fundación en beneficio familiar por si aquello de la república y a ver qué hacían sus hijos poco preparados para el mundo laboral cuyos puestos se deben al 'ser vos quien sois', más que a una sapiencia demostrada. De ser así, no hay que tildarle de ladrón porque no hay en ello un solo céntimo que nos pertencezca. Sería, en su caso, un defraudador del fisco con las subsiguientes responsabilidades, como cualquier ciudadano. Y todos esperamos que se las exijan. También la negocianta alega un regalo de millones de euros por amor... y un amor que se paga no es amor. Tiene un nombre y todos lo sabemos.

Se ha ido de España. Pues que tenga buen viaje. Octogenario, enfermo, vendido por sus amantes, y abandonado por la familia que le ha dejado a su suerte solo le quedaba ir por la calle y que cualquiera se acercase con la consabida pregunta y el micrófono presto. «¿Y cómo se encuentra...?».

Dondequiera que esté es cosa suya y de la Fiscalía. Los demás poco o nada tenemos que decir.

Juan Carlos de Borbón años ha que no es nuestro rey. Le impulsa la vergüenza por lo injustificable, el pánico indefinido a la reacción de la gente que creyó en él y que hoy se siente defraudada. No nos suscita ninguna lástima, pero tampoco sus errores nos pueden llevar a cuestionar la forma del Estado y la propia Constitución que, como toda ley, no será perpetua, pero por ahora es la que tenemos. Estamos ante auténticos problemas sanitarios, económicos, humanos. Y carecemos de tiempo para dedicárselo al que ya no es nadie ni representa nada. Ni el presidente Sánchez tenía por qué informar a la oposición de que el real abuelo se marchaba porque aquí era un simple jubilado, ni su vicepresidente aprovechar la coyuntura para volver a utilizar su brillante verborrea en vaticinar un futuro plurinacional y republicano porque se entiende que este Gobierno existe en la monarquía y, de momento, todas las autonomías, países o nacionalidades, forman España. Y él le debe respeto al Gobierno del que forma parte. No es excusa que cuando se aprobó la Constitución hace 42 años ni siquiera había nacido y no pudo participar en ella. Porque a ella le debe el poder manifestarse, el 11M, y el haber sido elegido como diputado. Eso, que se lo guarde para sus tertulias televisivas.