Mi abuela Mercedes vive en una residencia de ancianos desde hace poco más de un año. No puede caminar y las piernas no responden a su peso, así que llegó un momento en que era insostenible cuidarla en casa. No había silla de ruedas tan pequeña como para caber por el pasillo triangulado de casa de mi madre, que la ha cuidado con toda su alma durante los últimos quince años. Todas nos mal acostumbramos a tener a mi abuela en casa, sentada en una cama de noventa perfectamente tendida encima de un par de sabanitas impermeables y guardando los chistes del programa de Arguiñano en la sesera para soltarlos todos juntos el fin de semana, cuando nos veía. Algunos de ellos eran tan verdes que al contarlos en voz alta se reía como si volviese a ser esa niña traviesa a la que su padre llamaba Minerva. La diosa griega de la sabiduría.

Mi abuela tiene un sentido del humor proporcional al blanco de su piel, es buena y generosa, algo prejuiciosa como las personas de su edad e inteligente como la mujer que pasó noches en vela leyendo novelas a escondidas, a pesar de no haber ido a la escuela y de desayunarse con una buena reprimenda por apagar la luz tan tarde. Hoy he vuelto a verla después de cuatro meses de estricto encierro.

Nos han reunido con una mampara de por medio y a dos metros de distancia, aunque sus oídos no responden y sus ojos distinguen menos cada vez. Mascarilla en boca y mano tendida como si saludase a alguien en un andén, he podido gritarle que la echo de menos, que estaba muy guapa y que le quedaba muy bien el babi de flores que le habían puesto. No me oía. Me miraba con una expresión de congoja y ternura sin entender porqué no podía acercarme un poco más, abrazarla y hablarle tan de cerca que me pudiese leer el alma, como hace siempre.

Lleva cuatro meses completamente aislada, dos de ellos sin salir de su habitación, pues así lo estipuló el protocolo contra la covid-19 de la residencia. Sesenta días encerrada entre las mismas paredes, sin más golpes al reloj que las visitas exprés de las trabajadoras que se han cargado su cuidado a las espaldas sin un euro de más en su cuenta bancaria. Sesenta días en completa soledad, sin amigas, sin familia, sin clubs de lectura, bingos o paseos por el jardín. Sesenta días que se han precedido de sesenta más sin ocio y sin visitas, para convertirse en sus primeros cuatro meses lejos de la familia desde que nació. Un aislamiento duro y largo que le ha arremolinado el pelo y las ideas, le ha generado un trauma persecutorio y le ha nublado la mirada hasta el punto de confundir a mi madre con mi hermana. Cuatro meses de letargo y lento ocaso, coronados por veinte minutos fríos y hastíos sin besos y sin abrazos.

Desde que entró en la residencia, solíamos salir una vez al mes a comer fuera. Con la silla no podíamos ir muy lejos, pero descubrimos que en el bar de los jubilados del pueblo hacen unos huevos fritos con patatas y longaniza que están para chuparse los dedos. Y no lo digo metafóricamente, mi abuela es de esas que hace honor al refranero. Le encanta desmigar la chapata con las dos manos, hundirla en la yema y cortar con los dedos el embutido en trocitos pequeños que se come poco a poco. Como la dentadura que utiliza tiene más de treinta años y no consiente que se la cambiemos, tarda casi una hora en comerse su plato preferido, pero huelga decir que no deja ni una migaja y que, para rematar, siempre pide un helado de lacasitos en forma de tubo y envuelto en colorines. Previsora, se guarda una miga del pan y la usa de servilleta dándose pequeños golpecitos en la comisura de los labios para borrar los rastros de vainilla, como escondiendo la prueba del delito antes de volver a su realidad. Con un «Ale, ja em dinat», un «xica, que bó estava tot» i un «que mal em sap que te gastes els diners», pone el broche final a la comida. Hoy todo se parece demasiado a una escena costumbrista y romántica que se desvanece a pinceladas. ¿Podremos volver a ese bar algún día?

Mi abuela quiere aprovechar sus veinte minutos e intenta contárnoslo todo tan rápido que entrelaza las historias sin terminarlas. Cada una de sus palabras resuena cargada de soledad. El peso de un aislamiento absoluto se siente entre cada una de sus respiraciones, como si estos cuatro meses su propio oxígeno se hubiese cargado de tristeza y hecho más denso. Como si todo por lo que ha pasado en esta vida se le hubiese caído encima de repente. Mi abuela es de esas que aunque esté triste o enferma te dice que todo va bien, pero hoy toda esa fuerza ha desaparecido y se presenta ante nosotras una mujer vulnerable, desorientada y asolada por la melancolía. Melancolía de familia, de besos, de alegría. ¿Podremos volvernos a pasar horas hablando con las manos abrazadas?

Nos dicen en la residencia que están contentos porque no han tenido ningún brote de coronavirus y todos los residentes están bien. Obviamente es una buena noticia, pero€ ¿están todos los residentes bien? Mi abuela ha sobrevivido de momento a la covid-19, pero ni la guerra, ni la post-guerra, ni la crisis del petróleo, ni la transformación digital la han dejado tan pesada y tan sola. A sus 89 años, da más miedo que se la lleve la tristeza que el virus. ¿Qué pasará si ha venido para quedarse? ¿Qué pasará con los ancianos de las residencias? ¿Están condenados a morir en soledad? ¿A vivir sus últimos meses o años todavía más lejos de sus familiares y aislados los unos de los otros por miedo a enfermar? ¿Con sólo veinte minutos de visita semanal, de un máximo de dos familiares que vivan juntos y a dos metros de distancia?

Nos piden que nos vayamos con un desgarrador «se acabó la visita». Mi abuela vuelve a pedirnos un abrazo y cuesta infinitamente que entienda que no nos dejan acercarnos. Una auxiliar se la lleva con todo el cariño que puede. Pero ella no quiere irse ni que nos vayamos. Por primera vez en muchos meses, parece que el tiempo se le ha pasado volando. Como al resto de ancianos que esperan diligentes a que entren sus familias como si esta sala aséptica llena de mamparas fuese su único desahogo.

Según los datos del CSIC, en el Estado español hay 373.000 ancianos que duermen en residencias, confinados, ajenos a nuestras fases de desescalada y totalmente vulnerables, tanto por su salud física como por la mental. Así lo reconocía estos días Fernando Chacón, representante del colegio de psicólogos de Madrid, quien aseguró en una entrevista a Radio 5 que los servicios de salud mental están desbordados y que la gente mayor está sufriendo en desmesura los efectos del confinamiento. Sin apoyo psicológico, más trabajadoras sociales y protocolos hechos con cariño que pongan su felicidad en el centro, nuestros mayores podrán superar la covid-19, pero quizás no superen las consecuencias del aislamiento. Para que esta pandemia no se los lleve por delante, necesitan que su salud mental esté en el centro de las preocupaciones de los responsables de los centros en los que habitan. Y por desear, deseo que vuelvan pronto los abrazos y el buen par de huevos fritos en familia. Al menos a mi abuela le harían sentir mejor que cualquiera de sus medicinas.