El pasado 13 de marzo, el presidente del Gobierno anunciaba una medida excepcional que entraría en vigor a partir del 16 de marzo: el estado de alarma. El confinamiento de todo el Estado durante dos meses obligó a la población a quedarse en casa, pero, además, obligó a toda la comunidad educativa a replantearse sus métodos y buscar soluciones para afrontar la extraordinaria situación creada por la covid-19: estudiantes, niños y adultos, y profesionales de la educación dejaron de acudir a sus establecimientos de enseñanza. Había que tomar medidas contundentes, efectivas y drásticas en el menor tiempo posible y teniendo en cuenta que nunca antes se había dado una situación similar. No había protocolos de actuación, como era obvio ante un panorama nunca anteriormente dado y que irrumpió de repente.

Pronto se vieron las deficiencias de un sistema educativo que queda siempre en segundo plano a la hora de repartir los presupuestos. Pronto se hizo evidente la brecha informática, que echa por tierra el principio irrenunciable de la igualdad de oportunidades, y no solo entre las familias de los más pequeños. Si bien el sistema había conseguido escolarizar a todos, no había conseguido dotar a todos los alumnos, ni profesores, de las mismas herramientas de trabajo.

La pandemia ha hecho tambalear los cimientos de un modo de enseñanza que no se adapta a los tiempos actuales. Las cuestiones estaban desde hace años en el aire, pero las respuestas y soluciones se han ido retrasando en base a la no-urgencia. La covid-19 ha puesto a la universidad española y, probablemente, a la mundial en una encrucijada: ya no vale el silencio como respuesta. Las universidades tienen la responsabilidad, ahora ya ineludible, de definir qué modo de enseñanza quieren ofrecer.

La atención se vuelve hacia un modelo de enseñanza en el que la UNED ha sido no solo visionaria, sino pionera y que se ratifica como el probable modelo a seguir: la semi presencialidad. Se trata de implementar el uso cotidiano por parte de todos los usuarios de manera fluida de campus virtuales y plataformas como herramientas habituales de trabajo. Para ello, los ministerios de Educación y de Universidades, así como los gobiernos autonómicos, deberían inexorablemente apostar por dotar a los establecimientos de la tecnología necesaria, además de facilitar el acceso a dicha tecnología a los propios alumnos y profesores.

La tecnología seduce al estudiante, que ha nacido con ella y que forma parte indisoluble de su vida. Permite una flexibilidad de horarios, compatibiliza el estudio con un pequeño trabajo y lo concilia con la maternidad/paternidad o cuidado a personas ancianas o dependientes. El mundo virtual colabora con la organización de tareas, entendiéndolo no como una rutina, sino como una excepcionalidad.

Presenta, además, el valor añadido de la rapidez, la facilidad para hacer búsquedas temáticas y bibliográficas, la capacidad para enviar trabajos, responder a cuestionarios programados o ver clases grabadas y otros materiales puestos a disposición por el equipo docente en el momento en el que el alumno disponga de tiempo.

Si no fuera por la tecnología informática, el curso 2019/20 no hubiera podido finalizarse, es evidente. Y, sin embargo, lo tecnológico jamás podrá reemplazar a lo presencial. No existe ni podrá existir un programa de exámenes que ofrezca todas las garantías de transparencia y fiabilidad de las pruebas presenciales, a menos que se acuda a controles exhaustivos y vídeo vigilancia, que chocarían contra la libertad del individuo y las leyes de protección de datos e imagen.

En cuanto a las clases o tutorías virtuales, por necesidad han de ser también presenciales. Los estudiantes necesitan tiempos y horarios, orden y estructura. Necesitan una guía de la que poder apartarse solo puntualmente, flexible, pero existente. Necesitan el ritual de ir al establecimiento educativo, de encontrarse con otros estudiantes, de trabajar en la biblioteca. Ni que decir tiene que toda práctica curricular debe realizarse presencialmente.

Es indispensable mantener el lado humano de la universidad, cuyo fin primero y último es la transmisión de conocimientos y la preparación para el futuro desde la propia experiencia de los profesores.

La universidad es un lugar de encuentro que un ordenador nunca podrá ocupar. Prescindir de la interpelación directa del alumno al profesor, de las expresiones y de la gestualidad, del 'feedback' inmediato y constante, de los guiones cambiados en base a una espontánea pregunta de un alumno, de una discrepancia que lleve a un debate entre los presentes, de un cuestionamiento en directo y en el mismo espacio sería un tremendo error.

La universidad ha de vivirse en los pasillos y en las aulas, en las salas de estudio, en las bibliotecas y en los lugares de ocio de un campus real. La universidad educa en la convivencia, en el diálogo, la confrontación, la libertad de ideas y el pensamiento crítico. La universidad es una historia de saber, pero también es una historia de relaciones humanas.