Sacamos a lo largo del año miles de fotos y videos para enviar a los amigos y subirlas a nuestras redes sociales para aburrimiento de propios y asombro de extraños. Pero no sabemos que sin querer estamos aportando una información difícil de medir sobre nuestro mundo.

No me refiero a los datos que recogen con nuestros hábitos las agencias de publicidad, ni al interés de los equipos de espionaje por conocer si hemos hablado con nuestra suegra o con nuestro amante Rodríguez.

Tenemos por costumbre pensar que las cuestiones estadísticas las realizan con método y meticulosidad unos potentes ordenadores que, a la hora de la verdad, fallan por algún imprevisto, porque es prueba irrefutable de modernidad y evolución el comprender donde no hay nada que comprender, el poner en relieve el fraude donde no existe, en leer entrelíneas donde sólo existen párrafos en bloque y el mostrar complejidad, dificultad y ese toque de 'esto es completamente nuevo, nunca se había hecho antes'.

Nuestras abuelas, con solo ir al mercado y a comprar unas medias, sabrían mejor que Metroscopia quién va a ganar las próximas elecciones, porque si algo tiene la modernidad es una gran semejanza con lo que hacían nuestras abuelas y no descarten en poner este diario en una cápsula del tiempo si aseguro en plan Nostradamus que nuestras nietas adorarán los tejidos sintéticos y las pelucas mientras absorben a través de una pajita de plástico auténtico un pippermint frappé.

Si quieren saber qué dicen la nube global de fotos y videos del denominador común de los mortales tan solo tienen que darse cuenta del siguiente hecho: desde la invención de las cámaras en los teléfonos portátiles, que pueden hacer viral una imagen en cuestión de segundos, se pueden ver imágenes impactantes de accidentes capturados en vivo, o los efectos devastadores de la explosión del Líbano en un enorme abanico de vídeos particulares, y hasta momentos y fenómenos de la naturaleza que hasta ahora costaban años de captar a una productora de documentales. Pero lo que todavía no hemos visto capturados por esos millones de ojos vigilantes son ni ovnis ni apariciones divinas.

Sería excusable que nuestros distintos dioses no se dignaran a aparecer ante nuestras cámaras porque quedaría, como dice una amiga mía, de 'hortera de bolera'. Los efectos especiales para recrear en el cine la separación de las aguas del Mar Rojo, las rosas rojas naciendo de la nada ante los asombrados ojos de Mlle. Soubirous, o los cuadros de Robert Campin representando a santa Bárbara leyendo tranquilamente un libro mientras por una ventana abierta se puede ver la torre donde fue encerrada por su padre para evitar que se convirtiera al cristianismo, quedarían muy por encima de una mera imagen de estos hechos reenviados una y otra vez por whatsapp.

Podemos soportar que el joven egresado en Estadística e Investigación Operativa tenga un defecto que al hablar haga parecer que está leyendo esos interesantísimos facsímiles que venden en la librería París-Valencia donde las eses son tan largas como las efes: «Mis eftudios bafados en eftimacionef...». Pero no podríamos creer a un ser divino que se comportara con naturalidad, sin estar a todas horas levantando muertos y convirtiendo el agua en Cullerot de Celler del Roure.

¿Qué mueve entonces a los extraterrestres a mostrarse tímidos de ser sorprendidos a la hora de aterrizar en nuestro planeta? Puede que sea cierta la teoría de que los gatos les sirven de espías para calcular cuándo deben hacerlo con total discreción, pero igual que nuestro vecino se cruza con nosotros en el ascensor el día que nuestra bolsa de basura gotea lenta pero inexorablemente algún líquido vinculado al proceso de la putrefacción, no habría motivo para que alguien no se hubiera encontrado con ellos en la Tierra a lo largo de los últimos años.

Otra posibilidad es que estén siguiendo el mismo procedimiento que los seres divinos, que tienen preferencia por pastorcillas e inocentes campesinos que no tienen móvil ni siquiera cobertura, y se estén comunicando con las dos tribus lejanas que aún no se blanquean los dientes ni siguen la dieta del ayuno intermitente, al menos por voluntad propia.

Lo importante de esto es que nadie haya acabado concluyendo algo de esta ausencia de presencia ante las cámaras, ni siquiera anteponiendo esos preceptos que aparecen en los personajes de ficción para que resulten verosímiles, como que la bala sea de plata o que las alas tengan polvo de hada para que funcionen. Las creencias son como esos productos que, si rompes el precinto, tienes que quedarte con él para siempre. Todos somos víctimas de la imbecilidad de la moral. Y la moral es algo muy elástico que se rompe del mismo modo que se va la mancha de la mora: con una nueva moral. Si nadie lo ha desmentido, todos lo han creído y lo han afirmado sin pronunciarse y ahora todos deben conformarse, como dicen los burócratas a estas prescripciones.

La joven que creyó que era lógico decir que le habían robado el móvil para beneficiarse del seguro y acabó multada por presentar una falsa denuncia, sin duda siguió el mismo consejo que nos dan a todos cuando perdemos el DNI. Poco a poco nos acostumbramos a ser corruptos, o deshonestos, o a permanecer callados ante los abusos de los demás. De repente te das cuenta que el único que lleva la mascarilla nueva eres tú, y que los demás llevan la misma que hace un mes, o una especie de tanga sudado en la boca. Y los marcianos... esos marcianos que no llegan nunca a recogernos para llevarnos con ellos muy lejos.