La cultura intelectual mundial hace tiempo que se entregó a cazar acontecimientos. Ha hecho de identificarlos y presentarlos al público una industria cultural. Ahí reside su afinidad con las otras ramas de la actividad empresarial. Por mucho que en diversas ocasiones el contenido de las obras de los intelectuales sean alegatos contra el capitalismo, la forma del trabajo intelectual se ha adaptado perfectamente a esa forma de producción. Identificar un acontecimiento es la base del prestigio en al campo de la producción intelectual. Dentro de esas búsquedas, la preferida consiste en encontrar nuevos sujetos de la historia, una vez que la clase y el partido desaparecieron.

El mismo reflejo alentó a pensadores de renombre a identificar el acontecimiento covid-19. A la semana ya había libros sobre él. De ellos, apenas pasados unos meses, ya queda poco. Pensar en términos de acontecimiento en los tiempos de la acumulación acelerada de novedades es bastante estéril. Aquí el capitalismo es el único acontecimiento. Lo que sucede en su seno es solo publicidad. Mientras tanto, la realidad cotidiana, esa de los números, curvas y estadísticas, ya ha recibido el desdén de los intelectuales. ¿Quién se acuerda ya de ella? En la medida en que algo parecido a una normalidad se abre paso, nadie le hace caso.

Y sin embargo, conviene observar de cerca lo que está pasando, al menos a escala española, para asegurar nuestras percepciones. Eso en el caso de que alguien todavía esté interesado en nuestro autoconocimiento. Un poco de imitación de los científicos aquí no estaría mal. Estos no cesan de observar en el largo plazo, identifican detalles pequeños, insignificantes, repetidos, constantes. En aquella época en la que la sociología daba el tono, y no la metafísica de Heidegger, se llamaba crítica científica. Observaba con equilibrio lo significativo y lo evidente. No se contentaba solo con una de las dos cosas.

Hoy ya nadie se acuerda de todo aquello. Pero si con ese espíritu miramos las cosas de España a día de hoy, resulta evidente que la pandemia funciona como esos cristales que permiten apreciar ciertas coloraturas de la realidad social. Lo que vemos es preocupante como sociedad y concierne a estructuras profundas del presente. El intento de los actores políticos ultraconservadores de culpar al Gobierno de esos fenómenos inquietantes que revela el cristal de la pandemia, es ridículo, pero con decir eso obtenemos poco consuelo. No es culpa de un actor concreto (PP o PSOE), sino de la carencia de una agenda como país, sustituida por un ir tirando de corto vuelo. En realidad, un partido anhela la siguiente oleada de privatizaciones, mientras el otro se conforma con el próximo botín de cargos para la propia hueste.

Lo que vemos, sin embargo, es que ya no pueden ocultarse nuestras debilidades. La más evidente, la incapacidad de dotarnos de un juego equilibrado de instituciones. Vimos un hiperactivismo del Gobierno, que dejaba como oyentes a las comunidades autónomas. Ahora sólo vemos autonomías y parece que el Gobierno haya desaparecido. Antes, los partidos clamaban contra el protagonismo de Sánchez; ahora, claman porque ha desaparecido. Al margen de la mala fe de oficio, es un síntoma de falta de ritmo, de equilibrio, de formas sólidas, autorizadas y asumidas de comportamiento institucional. Si no hubiera elementos que presionan sobre la opinión pública, no se usarían estos argumentos. Pero sobre todos nosotros, desde luego, produce intranquilidad, por no decir profunda inquietud, que se acerque septiembre sin que, por ejemplo, tengamos un plan conocido, discutido, viable y seguro de regreso a las clases.

Mientras tanto, al final el Tribunal Constitucional tendrá que resolver sobre los horarios de eso que se llama el ocio nocturno, toda vez que cada juez en su sala dicta un auto diferente. Que el país esté pendiente de esta cuestión y que abandone el problema de la educación al 'ya veremos', testimonia que no es un asunto de actores, sino de incapacidad del sistema institucional de ofrecer una agenda de intervención razonable. Incluso cuando ya está claro que el verano está perdido para eso que se conoce como la industria turística, todo el mundo está pendiente de lo que se puede rascar en las dos semanas restantes, más que en prepararse para el nuevo año escolar con la menor base posible de contagios, lo verdaderamente serio desde el punto de vista social. Y todo ello sin darse cuenta de que alentar las inclinaciones orgiásticas de la juventud es contradictorio con animar a los turistas a que viajen a España. Las primeras aumentan los contagios, y éstos asustan a los segundos.

Mientras tanto, resulta bastante claro que esas ansias de diversión de la juventud no son manifestaciones innatas, sino sencillamente la otra manifestación de la misma juventud sin futuro que ya comprende que este país no está en condiciones de ofrecérselo. La responsabilidad es la forma en que se ejerce la ética social. Si un colectivo no es tratado con respeto, es difícil que él lo ofrezca. Yo también me irrito con la actitud de muchos jóvenes, pero también sufro con otra consideración: a más del cuarenta por ciento de los jóvenes de este país, sus dirigentes políticos, económicos y sociales no les ofrecen más que ignorancia, paro y olvido. ¿Sobre qué base le exigimos responsabilidad? Los otros días escuchaba a sabios tertulianos recomendar que los padres pagaran las multas de los botellones. Sólo dos de cada diez jóvenes pueden emanciparse. Es la prueba de que hemos creado menores de edad permanentes. Cuando alguien no tiene posibilidad de ejercer función social alguna, parece que ese estatuto de menor de edad es inevitable.

Otro síntoma de esa debilidad de equilibrio institucional se aprecia cuando el Gobierno se hace un lío con el asunto del superávit de los ayuntamientos. Es algo difícil de explicar. Cuando las ciudades son los focos naturales de los rebrotes masivos, el Gobierno, con un acuerdo extraño, le sustrae sus ahorros «voluntariamente» (según la ministra Montero) para invertirlos desde el centro. Nunca entendí que una corporación local no pudiera utilizar sus ahorros, pero todavía entiendo menos que en una crisis como la actual un ayuntamiento no pueda usarlos en su propio terreno, para mejorar sus condiciones de lucha contra la pandemia, contratando médicos en los centros de atención primaria, rastreadores de contagios, profesorado adicional en las escuelas, o profesionales que protejan el medio ambiente. No. Tienen que secuestrarle sus ahorros inmovilizados, para gastárselos sepa Dios dónde y cómo. Desde luego, justo no parece.

Y así los tres puntales de nuestras instituciones políticas, Gobierno central, comunidades autónomas y ayuntamientos, se muestran incapaces de conjuntar una política equilibrada que tenga en cuenta los problemas estructurales de nuestro pueblo. Desolador.