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La pobreza viste de Prada

El otro día iba paseando por la ciudad con una amiga y al llegar a la altura de La Cruz Roja me sobrecogí. Había una docena de personas recogiendo la ayuda de alimentos que está dando la institución y el sentimiento de tristeza me acompañó el resto del día. No paseaba sola, lo hacía con una amiga que también reparó en la escena. "Amiga, pero estas personas no son pobres", me dijo. Yo no supe, en un principio, cómo interpretar su comentario que, como le dije en su momento, me pareció de muy mal gusto. "¿A qué te refieres?", le pegunté. "Oh, a que están bien vestidas y limpias. Parecen gente de bien". Su percepción me hizo reflexionar. ¡Qué concepto tan exiguo tenemos de la pobreza! Siempre hemos asociado la carencia con personas sin techo que por desgracia no pueden asearse diariamente. Que los días que consiguen comer algo es una victoria y, como consecuencia de esa mala alimentación, muestran un aspecto enfermizo. Ese es el nivel máximo de indigencia, sin duda, pero hay otros peldaños que pasan desapercibidos. Hay cientos, miles de hogares que viven en la escasez. Que tienen lo justo para hacer frente a la hipoteca -que el banco espera ansioso para, ante el primer impago, quedarse con ella- al alquiler o a los recibos de luz, agua y teléfono y, una vez que esos gastos están cubiertos, la cuenta se les queda a cero. ¿Y la comida? Pues hay que pedirla. Y gracias a que hay entidades como Cruz Roja o Aldeas Infantiles que siempre dan respuesta a las familias que demandan cualquier tipo de ayuda. "Se puede ser pobre y estar trabajando", argumenté. Porque así lo creo. Un ciudadano con una nómina de novecientos euros que tiene que pagar la vivienda y los recibos se queda sin sueldo. No hay que ser de números para advertir que las cuentas no salen. Y esa es la situación de la mayoría de la población mundial. El problema de comentarios como el de mi amiga, de quien tengo permiso para escribir este artículo porque reconoció lo errada que estuvo su observación, es que condenamos a las personas con pocos recursos a tener que mostrarse abatidas y desarrapadas porque esa es su condición. ¡Pues no! Uno puede -y debe- afrontar las adversidades de la vida con dignidad. Mostrando su mejor cara y echándole coraje. Porque hay que ser muy valiente para asumir que uno necesita ayuda. Hay que ser muy valiente para ponerte en una cola, en medio de la calle, a esperar una bolsa de comida y aguantar las miradas de la gente -y sus juicios-. Estos meses nos han enseñado que el trabajo es fugaz, que una pandemia puede hacernos perder todo lo que tan nuestro creíamos y que, de la noche a la mañana, tú o yo podemos estar en esa fila sin aparentar una situación de indigencia. Apreciaciones como la que abren este artículo muestran lo poco atentos que estamos al otro. A la vida. Y lo mucho que vivimos de las apariencias. El coronavirus ha venido a enseñarnos muchas cosas. No solo la importancia de lo efímero sino la importancia de la humildad.

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