La prohibición de fumar en la vía pública o al aire libre si no se puede guardar dos metros de distancia de seguridad ha encendido un debate polarizado. Entre tanta polémica, no está de más analizar que se esconde tras el hecho de fumar y, de paso, reflexionar sobre algunos de los conceptos que se usan como crítica a la medida.

Las molestias que causa el humo son evidentes y se han manifestado en las redes sociales. Es algo bien sabido, igual que sus repercusiones negativas en la salud. Aun así, los y las fumadores, con sus actos, privilegian el ejercicio de sus deseos, voluntad e individualidad. Los hay que con cierto tacto giran la cabeza al echar el humo, apartan la mano o se distancian un poco, y es de agradecer, pero bien saben que el humo no por ello deja de expandirse a sus anchas sin seguir un rumbo fijo y dirigido. Por eso, aunque se aparten dos o cinco metros de donde estaban pueden seguir molestando, igual que a otros que pasen por allí o estén cerca. El humo no entiende estas aparentes exclusiones o limitaciones: campa a sus anchas.

En este sentido, la única vulneración de derechos es la de los no fumadores. Y entre otras cosas porque la reiteración de un comportamiento, de forma constante y repetida, aunque no sea llevado a cabo por la misma persona, cuando causa daños, está considerado una forma de agresión, aunque un único acto individual en si mismo sea de baja intensidad. El hecho de fumar, por ello, cuando forma parte de la vida social, es una agresión en el ámbito comunitario, arraigado social y culturalmente, hegemónico, que anula la disensión por que con ella su voluntad se sentiría mermada, desplazada y relegada a la privacidad. Y por ello actúa de forma autoritaria, indirecta e inconscientemente, concediendo determinadas gracias a los no fumadores, como en los ejemplos citados anteriormente. Es por ello por lo que, como agresión, no es un derecho. Lo que se está vulnerando es el derecho a la propia autonomía, libertad y salud corporal, en un ejercicio de 'colonialismo corporal' que impide la gestión del propio cuerpo.

Nos hemos socializado en la cultura del tabaco y hemos normalizado su presencia, también su abuso sobre los demás. Debemos tener en cuenta que su práctica suele empezar mayoritariamente durante la adolescencia, momento en el que se busca una identidad. En este momento, el tabaco se arraiga como elemento identitario e incluso percibido como contracultural. Deslegitimar el fumar y legitimarlo como una agresión significa fracturar y desmontar la práctica y actitud con la que se inscribió en las individualidades. Y más, cuando a diferencia de otro tipo de agresiones, como las machistas, homófobas, racistas, coloniales, etcétera no tienen unos sujetos delimitados -los y las fumadoras están en cualquier clase y estamento social, orientación e identidad sexual, raza, etnia, país...- pudiéndose esconder e invisibilizar tras sus actos y actitudes, por la baja intensidad que se les suele dar, entre la multitud de la que forman parte.

Más que prohibir fumar, a lo que nos debemos es a gestionar la convivencia que supone un acto que por su arraigo y expansión social es una agresión constante. Es afirmar los derechos, autonomía, libertad y salud corporal de quiénes están siendo vulnerados cuando el humo 'penetra' en su cuerpo.

Entre tanto comentario en las redes sociales la desfachatez ya resulta insultante cuando se lee que nos metamos en los bares si nos molesta. Y ya en un éxtasis apoteósico de la banalización del mal que diría Hanna Arendt, que lo apliquemos a otros comportamientos, algo que seguro nos divertirá.

Las agresiones no se pueden banalizar. Y fumar es una agresión por los daños y molestias continuas y reiteradas que causa.