Las lágrimas de Dani Parejo en su despedida del Valencia CF van mucho más allá del sentimiento de uno de los mejores jugadores de la historia del club, del gran capitán de los últimos años. Ese emocionado y valiente mensaje apela a la necesidad de luchar contra la injusticia, a la urgencia de una defensa firme del valencianismo y a una reivindicación de los aficionados como los verdaderos dueños de un equipo. Con una trayectoria de nueve años en el equipo, al principio con altibajos, Parejo se ha convertido ya en un símbolo del club a la altura de mitos como Puchades, Claramunt, Kempes, Fernando o Albelda. No es, por tanto, una casualidad que en los recientes días antiguos jugadores de la categoría de Cañizares o Ayala, que encarnan a aquel brillante colectivo que ganó dos Ligas y una UEFA a principios de este siglo, hayan clamado contra un desguace programado desde Singapur. Con su elegante despedida, Parejo se ha convertido, sin quererlo, en el portavoz de los deseos de una afición que no tolera que los dueños, con Peter Lim a la cabeza, conciban el Valencia CF como un puro y simple negocio para sus estrategias empresariales. En la desastrosa gestión económica y deportiva, que alcanzó su punto culminante hace unos meses con el despido del entrenador Marcelino García Toral, el magnate de Singapur está acompañado por tipos tan poco recomendables como el agente de jugadores Jorge Mendes o un mercenario como Anil Murthy que ya en varias ocasiones ha humillado a los aficionados o sencillamente los ha tomado por idiotas.

Ahora bien, los cientos de miles de seguidores valencianistas deberían comprender que la compra del club por parte de Lim en 2014 vino precedida de una etapa desastrosa de pelotazos urbanísticos fallidos y de convulsiones constantes entre los socios y propietarios. El emblema de aquella debacle no es otro que ese estadio fantasmal, a medio construir en la pista de Ademuz, que se asemeja a un escenario de horrores, a una inmensa estructura desnuda y vacía de espectadores. Aquellos sueños de grandeza de anteriores gestores del club, con la complicidad inestimable de los ayuntamientos de Rita Barberá, han desembocado en este deprimente panorama de hoy donde los designios del Valencia CF no se deciden junto a la avenida de Blasco Ibáñez, sino en una torre de rascacielos en Singapur.

Por todo ello, además de la legítima y necesaria protesta en las calles o en las peñas, la masa social valencianista debería emplazar a administraciones públicas, empresarios, colectivos sociales y grupos profesionales a levantar un club que responda a los intereses de la ciudad y de la comunidad que lo fundó y lo convirtió en una seña de identidad. Está claro que la entidad necesita ser rentable, pero lograr ese objetivo requiere de un consenso social. Quizá el fermento pueda ser esa plataforma Salvem Nostre Valencia CF. En cualquier caso, para que los gritos en las plazas o las lágrimas de Parejo no caigan en saco roto, los valencianistas, desde el primero al último, han de unirse para recuperar el poder en un club que es patrimonio de todos.