Con el comienzo del curso académico, dentro de poco más de dos semanas, y por muchas precauciones que se apliquen -que han de implementarse- la pandemia continuará sin tomarse vacaciones. El coronavirus se cuela por cualquier resquicio y además se comporta como si supiera mucha biología molecular: tanta que el mundo científico anda de cráneo y no es fácil darle caza; es escurridizo.

Las guarderías, los colegios y las universidades abrirán sus puertas y en sus aulas entrarán miles de alumnos. Y naturalmente, se irán contagiando. Con las cautelas y protocolos que requiere la situación, el contagio se ralentizará, pero es claro que se producirá y no puede evitarse: es sí o sí.

Convendrá advertir a los enfermos crónicos para que no acudan a las aulas: diabéticos tipo I, inmunodeprimidos, obesos, etcétera, que es una pequeñísima parte de la población infantil y juvenil. Es decir, aquellos que presentan una patología previa que suponga un riesgo de que el contagio por SARS-CoV-2 curse de manera severa.

No es deseable, salvo fuerza mayor, que los niños y jóvenes se mantengan confinados en sus casas y sigan perdiendo meses enteros en su etapa formativa. Además, habrá que recuperar lo perdido en estos últimos tiempos de aprobado general. Y tampoco la economía podría permitirse el lujo de un segundo confinamiento sin que la situación devenga no ya en desastre, sino en hecatombe.

Lo anterior plantea una cuestión no menos peliaguda: la de aparcar a aquellos profesores que mantengan un perfil de riesgo (mayores de 60 años o que padezcan alguna enfermedad crónica). Y esto no va a ser fácil, por muchos recursos y nuevos profesores contratados que haya en las aulas el próximo septiembre. Hemos de ser conscientes de que, en los momentos actuales, la docencia es una profesión de riesgo.

En esta fase interesará, además de retrasar la cadena de contagios, evitar que los más jóvenes convivan con los mayores; y ello implica tomar medidas de protección hacia los ancianos. Y como no hay dos casos iguales, ha de hacerse siendo personalmente responsables: nadie nos va a decir lo que hay que hacer en cada momento porque eso es sencillamente imposible. No se trata de entrar en modo pánico, sino que, como lo descrito es muy probable que se produzca, es importante que con tiempo se pueda prevenir al máximo; y este momento es ahora. Si todo va bien, posiblemente para comienzos de 2021 (es dudoso, pero conviene aferrarse a lo optimista) dispongamos de alguna vacuna y podamos regresar, poco a poco, a la normalidad nueva después de la nueva normalidad.

Por tanto, hay que adelantarse y realizar planes de contingencia por parte de todos, y no solo de las autoridades sanitarias. Conviene aislar, en la medida de lo posible, a la población de riesgo (mayores de 60 años y enfermos con patologías crónicas). Si no, volveremos a las andadas y finalmente a un nuevo confinamiento.

No todo son noticias pésimas. Ahora sabemos cómo tratar mejor la severidad de la enfermedad y que haya menos decesos, ya que disponemos de más experiencia contrastada y del correspondiente arsenal terapéutico para paliar mejor los síntomas que cursan gravemente; en cualquier caso, la enfermedad, cuando se muestra con dureza, es temible y deja secuelas importantes. Y no viene mal mirar al cielo y, si se sabe, rezar un poco.