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El lápiz de la luna

Confesiones y recomendaciones

Cuando yo tenía nueve años murió mi padre: "Maestro Emilio". El hombre del lápiz en la oreja, aficionado a la pesca, a jugar al dominó y a la zanga. Al año murió mi abuela. La mujer del arroz con leche, de las chuches en el primer cajón de la cocina y de los chistes verdes. A esa edad poco se entiende de la muerte más que el miedo que uno siente a perder a un ser querido. Yo había perdido a dos, y no sabía muy bien cómo encajarlo. La pena me salía de los dedos de los pies como las raíces de un árbol que quería anidar en mí y hacerme cargar con ella como si las ramas de lágrima perenne auguraran mi futuro. Quizá de ahí venga mi inclinación hacia la melancolía pero también mi amor por la literatura. Por aquel entonces, presa de una necesidad imperiosa de huir de la ausencia y de los huecos que deja la tristeza sorda en los adultos que intentan disimularla y seguir adelante, empecé a observar a una de mis hermanas que solo tenía catorce años. La veía continuamente leyendo. Ella siempre ha sido muy silenciosa, no como yo, que no me callo ni aunque me atragante. Recuerdo que mi tutor de cuarto de primaria no era muy dado a la literatura, diría más bien que lo era a la botella, así que pocas recomendaciones literarias nos hacía.

Por eso, colarme en la habitación de mi hermana y coger un libro -que después descubrí que no era suyo sino de nuestra otra hermana aún más mayor- era una opción que me seducía mucho. Así fue cómo leí mi primera novela para adultos Se llamaba Luis, basada en los testimonios de la familia de un adicto. Sé que para una niña de nueve años leer cómo se calentaba la heroína no era lo más adecuado y, cuando fue descubierta mi osadía, tuvo consecuencias: tres días sin ver mi serie favorita. Pero, ese relato real y desgarrador, dejó en mí un hambre insaciable por saber de las vidas de otra gente y ese hallazgo solo podía hacerlo a través de la lectura. Daba igual si lo que leía -después de esa experiencia, adecuado a mi edad- era o no real. Ese poder de dotarlo de realidad era solo mío. Tras la lectura de Se llamaba Luis no recuerdo ninguna temporada de mi vida en la que el olor a lignina, la sustancia química presente en la madera que contiene el papel y le da ese color amarillento a las páginas de los libros viejos, impregnara todos mis sentidos. Probablemente le debo a mi hermana mi afición a la lectura: el antidepresivo perfecto cuando estás triste. El ansiolítico sin receta médica para la preocupación o el estimulante sano cuando te azota la apatía. Y quizá le deba a Marina Mayoral, la autora, mi vocación profesional y esa necesidad agotadora de querer salvar el mundo. Al fin y al cabo estamos hechos de las experiencias que vivimos y, me atrevería a decir, que de los libros que leemos. Por eso, me gustaría hacerles algunas recomendaciones literarias para este agosto atípico en el que la tristeza y la ansiedad, por los momentos que estamos viviendo, se nos incrustan en los poros de la piel como el acné adolescente. Este verano me he inclinado por la intriga: mentiras, enredos, asesinatos. Entre los libros que he leído con estos ingredientes están: Las dos Amelias (José Luis Correa); La nena (Carmen Mola); La intérprete de cuerpos (Anne Frasier) o El último verano de Silvia Blanch (Lorena Franco). John Fitzgerald Kennedy dijo: "Amar la lectura es trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía" y eso es lo que les deseo.

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