Para que algo acabe convertido en cero patatero sólo hay que ponerlo de moda. Lo real desaparece en la envoltura tramposamente amable del lenguaje. Un cuerpo, lleno de cicatrices de tanto aniversario en las espaldas, puede ser hermoso en el anuncio televisivo de una cuenta bancaria para jubilados o de un mejunje cosmético que convertirá tu piel cuarteada por la edad en un dorian gray felizmente agradecido por la estafa.

Las cicatrices de mi tierra vienen de lejos, casi de cuando los dinosaurios se paseaban tan tranquilos a los pies de la ermita de Santa Catalina, en Aras de los Olmos, donde tengo tantos amigos de verdad imprescindibles. Es la Serranía una de las comarcas más castigadas por las minas a cielo abierto y por una despoblación que nos ha convertido en un ejemplo triste de lo que hoy se llama España vacía. Ese nombre se ha puesto de moda y ha vaciado de contenido lo que auténticamente significa: el tan cacareado estado del bienestar siempre nos pasó de largo. Llevamos muchos años denunciando esa situación que con el tiempo alcanzó niveles estratosféricos Y de repente, alguien llama a eso España vacía y la lucha por la dignidad de una tierra y de sus habitantes se convierte en algo parecido a un anuncio de cosmética o en un mantra que repiten los políticos de todos los partidos como si les hubieran dado cuerda para rato, igual que al conejito de las pilas inagotables que anuncian en la tele. Lo que de verdad vacía España es haber puesto de moda la despoblación para no parar de decir tonterías sobre lo que significa esa manera de llamar al abandono económico, cultural y humano que llevamos siglos padeciendo en según qué sitios del mapa, sólo por haber nacido lejos de donde se celebra, con toda la desfachatez del mundo, la barbacoa insaciablemente capitalista del dinero.

Lo último de esa desfachatez -aunque parezca, con la que nos está cayendo encima, una solemne tontería- lleva el nombre de cajero automático. Hace años que de muchos pueblos desertaron los bancos sin soltar una lágrima. Si los bancos lloraran, ya no serían bancos pues los bancos están precisamente para hacer llorar a sus clientes pobres. El Estado les prestó más de sesenta mil millones de euros para que superaran la crisis en 2008 y han devuelto sólo una mínima parte. Menudo chollo el de los bancos. El caso es que muchos pueblos nos quedamos sin sucursales bancarias. El negocio es el negocio, faltaría más. Y para que la escasa clientela cobre sus pensiones de miseria, no le van a abrir una oficina o a poner un cajero automático que ni siquiera van a saber utilizar. A ver si la gente se va a creer que un banco es una ONG, hasta ahí podíamos llegar. El caso es que la Generalitat dijo que iba a llegar a acuerdos con los bancos para que pusieran en los pueblos medio abandonados cajeros automáticos. Y de repente llega el maldito bicho y se va a todo a hacer puñetas. Los bancos dicen que las condiciones pactadas ya no sirven. El gobierno valenciano pone cara de llorar porque es cliente cautivo de los bancos, como todos los gobiernos. Y jura y promete que pronto habrá nuevas condiciones para conseguir esas máquinas en los pueblos donde no las tenemos. Lo juran y lo prometen y yo les pregunto si de verdad saben lo que es la España vacía, aparte de esa cosa hueca que puso de moda un libro que es como el anuncio televisivo de una crema para el cutis o de una cuenta bancaria que convierte ilusoriamente, a una pareja de jubilados, en los dueños de la vieja y olvidada Falcon Crest.

El día en que lleguen esos cajeros -si es que llegan- los recibiremos con música, banderitas y con las autoridades luciendo sus mejores galas, como el vecindario de Villar del Río recibió a Míster Marshall en la genial y ácida película de García Berlanga. En esa película, los americanos pasaron de largo y no se pararon en el pueblo ni a beber agua fresca del botijo. No sé si lo saben, pero algunas veces, y no es por ser ave de mal agüero, pasan las mismas cosas en las películas y en la vida. Pues eso.