Tengo leído que Galileo decía que lo más desagradables del mundo era la peste, los orinales, las deudas y Aristóteles. Si hoy se hiciera una encuesta es posible que en algunas cosas la mayoría de la población coincidiera. Aunque me da la impresión de que la actitud social ante Aristóteles es más bien neutra. En todo caso, hasta hace poco, esta cuidada selección sonaría a elenco de antiguallas. Hoy no. Lo que invita a la reflexión levemente nostálgica. Pero lo peor es que olvidó incluir al verano. Si el lector fuera fiel quizá recuerde que llevo dos décadas dedicando un artículo a las desdichas estivales: me parece una de las más denostables costumbres de nuestra época pensar que en el verano suceden las mejores cosas, cuando se ahoga gente, crece la disentería, se incrementa la deuda para el pago de paellas de plexiglás, se practica una filosofía tabernaria en interminables sobremesas, se quema la piel acumulando puntos para el cáncer, los niños se asilvestran, el cambio climático se evidencia con violencia y crueldad, hace calor y se habla del verano. Este año me tenía prometido romper mi costumbre. No puede ser. Porque esta canícula, además, está la peste. Sería irrespetuoso no nombrarla tras tantos años aludiendo a la horchata.

Le demos las vueltas que le demos, las cifras sobre contagios no paran de crecer. Ni siquiera Juan Carlos y Alfonso Guerra y Martín Villa, que tan bien maridan a estas alturas de los llamados 40 años de joven democracia, se atreven a negarlo. Pero en este segundo acto de la tragedia no hay tantos ataques al Gobierno ni a las autoridades autonómicas. Volverán, pero no ahora. Y no sólo porque la amazónica líder parlamentaria del PP ha sido deforestada, sino porque ahora toca un reparto general de la culpa: la sociedad no ha sido capaz de cuidarse. El liberalismo como principio ético de respeto personal y colectivo no funciona, porque, afortunadamente, opera sobre una trama de tradiciones, valores y relatos que delegan en el grupo, incesantemente, las pulsiones particulares. A la plaza de Colón acuden espasmódicamente Crusoes, pero son minoría despreciable.

Aquello que se llamó "nueva normalidad" vino a coincidir con el agotamiento de junio y fue contemplado como el advenimiento de las vacaciones: con ilusión, como un ámbito especular de los rigores del encierro. Y nadie se va de vacaciones -aunque sea a la puerta de casa con la silla plegable- creyendo que es un tiempo para el autocontrol. Las vacaciones son laxitud, permisividad. El verano es el tiempo del encuentro -le gana la Navidad, Dios nos valga el 31 de diciembre- y no se podía alentar a la necesidad de reflotar las ganas de vivir y, a la vez, la economía turística, pisando el freno en las cortas noches y las altas madrugadas, bailando con sapore di mare sin buscar pieles saladas. Es imposible dar cuerda larga a las criaturas maltratadas por el encierro evitando que jueguen sin fin con sus coleguillas y que luego abracen a los abuelos. Es fútil pretender limitar el consumo de alcohol y la tendencia a la depresión si se acumulan partidos de fútbol hasta la náusea y tu equipo cae derrotado. No hay puritanismo que valga en el verano construido culturalmente. El estío nuestro es el reino de la libertad y de la trivialidad. Por eso es más fácil en verano denostar al que no cumple con las reglas sanitarias/solidarias mientras uno hace exactamente lo mismo. En el verano los otros están más expuestos, más desnudos. Exactamente igual que nos-otros. En verano la potencia de ser banales en nuestros juicios se convierte antes en acto. En verano asumimos sin demasiado coste emocional el discurso hueco del carpe diem.

¿Merece la pena insultar a Bosé y esos cientos de anonadados ciudadanos que salieron a la calle a demostrar que total da igual uno que ochenta? Son los hijos de aquellos amazónicos españoles que se manifestaban en los días más duros. Los que gritaban ¡Libertad! por el barrio de Salamanca y se sentían herederos de Daóiz y Velarde, de Cánovas y Sagasta. Ahora no salen. Deben estar acampados en la Costa del Sol y eso, o sea en sitios bien donde ser libres. Pero, repito, es que el verano es la trivial libertad. Esa es la cuestión. El 1 de septiembre, regresaremos compungidos, conscientes de que no hemos sabido jugar con la libertad sin hacernos daño y que ya no damos para tiritas. Por una vez temo al otoño, esa dulce estación.

Pero el marco se dibujó antes cuando muchos se empeñaron en que no hubiera la suficiente claridad. Cuando la amazónica derecha española, incapaz de acabar de despreciar las enseñanzas viriles de Millán Astray vomitó fango sin cuento en cuanto debate estuvo. Cuando la unamuniana, paradójica o sencillamente despistada línea de explicación del Gobierno aturdía con sus redobles. Cuando el regate corto de los que apuran hasta la última gota la ventaja del agravio comparativo y votan para que empiece antes el verano, aunque voten para otras cosas, se regocijaba en su pundonor. Mientras se van alcanzando acuerdos políticos y sociales en muchos lugares, la ciudadanía aún tiene la sensación de que en Madrid y alrededores -esto es, aquello llamado España y Emiratos Árabes, sector guerrista- lo que prima es el ruido, la confusión. Y todo eso mete una presión suplementaria que invita al descontrol, al chiringuito patriótico, a odiar a Aristóteles o a los orinales y al incremento de la deuda pública. No es que falte discurso coherente sobre salud, es que ese discurso ya es parte de las políticas de salud: el primer hospital de sangre está en la Carrera de San Jerónimo. El segundo debería estar en las redes, pero eso es imposible: allí hay leones que devoran toda cordura; en las redes siempre es verano: calor en la piel y alcohol en las venas.

Y sin embargo algo se mueve. He leído que los médicos han aprendido mucho en el tratamiento de los casos de covid, tenemos derecho a tener esperanza en la vacuna. Y algo debemos de haber aprendido. Lo que pasa es que tememos también nuestra forma social de aprender. No debe desesperarnos: nadie está preparado para algo como esto. Y ahora miramos con aprensión y desasosiego la nueva etapa educativa. Para llegar a la conclusión de que los poderes públicos no saben qué hacer o que, al menos, no saben cómo explicarlo. Y no sabemos qué es peor. Tenemos razón: si la línea salud/economía es tenue hasta la angustia, la que hay entre salud y educación no le va a la zaga. Pero la realidad es que estamos habituados a imaginar la educación como un proceso que garantiza certidumbres y ahora vamos a tener que reciclarnos para manejar la incertidumbre como la nueva normalidad. Y para eso ni Casado tiene un master. En fin todo podría ser peor, pero este año no ha habido una canción del verano que se titulara "El coronavirus y el chiringuito" o "Al mulatito le gustan las mascarillas". Dios aprieta, pero no ahoga, como pensaría el Papa Urbano de su amigo Galileo mientras lo confinaba a perpetuidad.