Que la gente común del siglo XXI desee ser espectáculo, tener personalidad, destacar entre los demás, coger el micrófono y que les den volumen es algo sorprendente, al menos para los que caímos en el mundo de la imagen por la presión de la vida y la casualidad.

Si supieran lo que es levantarse a las cinco y media porque el coche está esperando a las seis; a las siete estar en los estudios; permanecer bajo cien mil vatios, recitar escenas de felicidad aunque se tenga la muerte en el corazón; defenderse de las calumnias, de la rivalidad, de los enamorados que asedian, de los periodistas que exasperan; servir al director, a la crítica, al autor, al público, que tienen cada uno cinco visiones distintas del arte y de la realidad; sufrir la prueba de la modista, del sastre, la ropa del patrocinador, las manías del productor, las influencias políticas en todas las facetas y recomendaciones; sufrir por los zapatos, redactar autógrafos, fingir que ese es el libro que querías escribir, firmar fotografías, contestar a las personalidades que te admiran. Y por la noche, mientras el resto de seres humanos descansan con sus familias, sumergirse en la vida mundana, sin mucha convicción, sonreír y continuar el papel. No poder dormir, porque se vive dominado por el personaje que se encarna... en resumen, no poder ser uno mismo. Lo que vendemos, Juan, es nuestra belleza impura.

También, hablando de las relaciones entre hombres y mujeres, siempre aparecen sesudos términos acerca del sexo y del amor. Como si no hubiera suficiente con padecer las influencias contrarias que ejercen estos términos sobre cada uno de nosotros, incapaces de comprender ni el alma compleja ni la que es sencilla.

Despistado impenitente, pregunté a un amigo cómo se llama ese breve pedazo de piel que sujeta al glande al prepucio, y me respondió: «Lo llamo 'ahí' porque cuando lo tocan, digo eso, y con 'ahí' me entienden». Pero la reciente literatura creada sobre sexo ha propiciado un catálogo tan meritorio de orientaciones e identidades, que resulta imposible no perderse en el debate de su terminología.

Cada cual cree atraer a quien le conviene por el electroimán irresistible de sus propios e innumerables encantos, entre ellos la inteligencia. Error. El órgano que menos se estima en el amor es el cerebro: los conceptos de belleza física, nobleza de espíritu o los instintos elevados se extinguen al llegar al capítulo del acoplamiento.

Sólo el sexo, ese amasijo de tejidos, glándulas, mucosas, secreciones, viscosidades, aromas, contracciones y espasmos, impulsa al hombre a la mujer. Fingir que nos hallamos hipnotizados por la belleza de una persona, por la mente de un intelectual, o por el dinero que hay tras un título no es más que una excusa para vaciar varias veces a la semana las glándulas sexuales. Desaparece y vuelve cuando las glándulas se llenan de nuevo. Todo lo demás, es poesía incendiaria, o pornografía, o literatura rosa que mal concebimos como amor. Palabras, pero palabras necesarias, porque más allá de ese amor está lo que nos hace humanos: la comprensión, la paciencia, el cariño, el respeto, la estima... todo de lo que no se discute hoy en día porque lo debemos tener muy estudiado.

Las palabras que aluden a sentirse atraído por, identificarse con, la disforia, la reasignación, las sirenas... no pasan de ser la pequeñísima diferenciación que ahora quieren establecer entre el acto de nuestra elección y el coito improvisado, callejero, pasajero, que consumaban nuestros ancestros sobre tal Venus, Ganímedes o Andrógino encontrados en medio de una era.

Nos lanzamos y entregamos, como entonces, con un nuevo preámbulo de mentiras y charlatanerías que varían según nuestro poder adquisitivo o intelectual. Da igual se llame gestación subrogada, inclusa, género fluido, passing, chirla o vagina biológica; o que se exprese con «comer lo mismo cansa». Sea cual fuera la explicación que nos den, se traduce literalmente por «deseo»: hoy individualismo, consentimiento; consumismo y marketing para máquinas de felicidad.

Unas y otros, secretamos lo mismo: hormonas. Cuando no existe una variante económica compensatoria, el acto sexual no es más que la obediencia a las leyes de la naturaleza en las que, por mucho que se modifique, interviene cada día nuestra espina dorsal. Por efecto de atmósferas románticas, desde aquellas épocas en las que decidimos que la Tierra era plana, la cópula -ese acto de atracción espontáneo, recíproco y natural- se sigue presentando bajo el disfraz de un acto cerebral.

Puestos a tener fe, a querer destacar, a diferenciarnos, a ser la estrella de nuestras películas, podríamos hasta pensar que los celos existen como una fuerza invisible, porque tocamos sus resultados en forma de reproche o de golpe. Pero en ese caso, somos como los ignorantes que asistimos a un fenómeno desconocido sin poder imaginar sus causas, sin saber diferenciar entre lo que se le mete a la cabeza a la gente y lo que la naturaleza nos concede, algo que muchos no llegan a imaginarse ni en el último momento de sus vidas.

Escuché a un humorista que, al ver a la joven esposa de cierto empresario coger un taxi, dijo en voz alta: «La señora X va a llevar a casa sus órganos genitales». Con esa expresión brutal y sin retórica sintetizaba todas sus funciones maritales. No es necesario que sinteticemos todo hasta el punto de volvernos crueles. O quizá sí sea nuestra única válvula de escape ante tanta falta de microscopios.