Son fuertes, siempre lo han sido. Dispuestos a ganar otra guerra, esta vez la de la tristeza y la soledad. Miles de historias de supervivencia, penurias y sacrificios encerradas entre paredes y terrazas con el sol cronometrado. Nuestros abuelos y abuelas vuelven a sentir cómo se hermetizan las residencias ante la amenaza de un virus al que temen y al que culpan por echar un cerrojo al contacto con los suyos.

¿También podrán con esto? Lo pongo entre interrogantes, aunque sé que tienen la piel dura. No les ha quedado otra. Han crecido ganándole a la vida tiempo, en modo supervivencia. Saben lo que es acostarse sin cenar, dar la mano a hermanos demasiado pequeños cuando ellos eran los que la necesitaban para sentirse seguros. Aprendieron a ceder el puesto. A colocar las necesidades de sus hermanos y de sus padres por delante de sus deseos. Sacrificaron una infancia sin juegos cuando lo que estaba en juego eran sus vidas. Crecieron sin saber qué querían y quiénes eran porque no había tiempo para existencialismos en una época en la que la prioridad era beber un vaso de leche o tener un estuche en la escuela. Lo dieron todo, desde el principio. Lo dieron todo, también después. Con sus hijos. Después, siempre fue su momento. Nos cedieron su piel de resistencias para que no se rompiera la nuestra. Frenaron nuestras caídas y pocas veces supimos a qué sabía el suelo. Ellos cayeron demasiadas veces. Nos quisieron demasiado y nos construyeron una burbuja que les aseguraba que sus hijos no iban a tener la vida que habían tenido. Nos quisieron mucho y convertimos su amor en un derecho. Y a partir de ahí, la vida nos pertenecía como si la hubiéramos creado nosotros. Y nos hinchamos mucho, tanto, que nuestro ego jamás se atrevió a tocar el suelo y nos perdimos en las alturas por encima de todas las cosas.

A nuestra piel le ha faltado contacto. Contacto con lo importante, con los nuestros, con los compañeros, con amigos€ con quien acabamos de conocer o con quien todavía no hemos conocido, con los demás, con la vida compartida. Nos quisieron mucho, pero nosotros nos queremos más a nosotros mismos. Así es la vida, de ida, en un solo sentido.

Y ahora que toca remangarse y agacharse para salir adelante nos duele la espalda, nos duele el egoísmo, nos falta músculo en eso de los valores y ganas para reinventarse. Quizá creíamos que el suelo era para otros y para nosotros los títulos y comodidades, quizá creíamos muchas cosas y este virus nos ha colocado en una tierra por la que no sabemos ni andar.

Miremos a los mayores a los ojos, ahí se esconden muchas de las respuestas. Tenemos el ejemplo a seguir delante de nosotros, solo tenemos que levantar la mirada y aprender de sus historias. Hoy están escribiendo una más para sumar a las vividas. Tienen la piel dura, pero el corazón de algodones. Las puertas de las residencias se cierran para protegerlos, pero también para alejarlos de los que más quieren. La tristeza también es un virus que se cuela por las rendijas, aunque parece que éste ahora no es prioritario. ¿O sí?

La soledad hace la vida más mecánica y es capaz de perder miradas. La sonrisa se vuelve postiza y el sentido de los días se apuntala entre recuerdos. La tristeza debilita, apaga y desacelera el pulso. Se sienten cuidados y agradecidos por tener unas comodidades que ni imaginaban. Saben que sus últimos días serán buenos días. Pero les falta el latido de su familia, sus visitas y sus mensajes. Necesitan verlos porque los quieren y para comprobar que lo han conseguido, que los han sacado adelante y siguen adelante con sus vidas. Necesitan más días con los suyos, ahora que son sus últimos días. Saldrán adelante, siempre lo hacen, pero la soledad les puede pasar factura.