Permítanme que cite el 'Discurso del método' de R. Descartes en pleno agosto, motivo suficiente para odiarme el resto de mi vida: «El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él, que hasta aquellos que son más difíciles de contentar en cualquier cosa, no suelen desear más del que ya tienen». Viene a cuento de la «razón» (buen sentido) y las personas, siempre satisfechas con la porción que les corresponde por naturaleza y raramente sometida a revisión. El pensamiento se entrena, se ejercita, se forja. El texto cartesiano contiene ironía ya que, si bien el ecosistema no siempre es generoso en cuanto a cuotas de inteligencia, todo el mundo se siente sabio, griego, maestro, oráculo de Delfos. Ríase de la filosofía del martillo nietzscheano si acude a una reunión de cuñados, o si la fuente del conocimiento se nutre de la pócima mágica del carajillo, brebaje de la barra de bar para quienes disertan embriagados del manantial cazallero.

El principio cartesiano debería colgarse en un cartel a la puerta de cualquier bar o taberna. Y no digamos en las redes sociales. Uno nunca se acostumbra a tanto soponcio cuando navega entre la basura de opiniones vertidas en Internet. El mayor desafío virtual consiste en discernir entre la putrefacción mental de millones de usuarios y la sabiduría residual, marginal, periférica que cuelga en imperceptibles muros de gente sabia, reflexiva, crítica. Como en la barra de bar, el griterío impide refugiarse en uno mismo e impregna el ambiente de la indigencia moral del vocero. Prefiero la opinión de ese individuo sentado consigo mismo, en total silencio, impertérrito al cuñadismo. Pero lo que llega es la cacofonía, el rugido, la impertinencia. Los sabios apenas tendríamos amistades en Facebook o Twitter si los idiotas abandonaran las redes sociales. La estupidez se retroalimenta en bucle infinito, por eso hay tanta adicción a escupir opiniones baratas. No importa si el aplauso proviene de un indigente mental, necesito sentirme importante. Lejos de seguir el camino de Epicuro, E. M. Cioran o María Zambrano, ¡aunque tiene su puntito el minuto de gloria!

Entiendo a quienes se apuntan a la desconexión virtual. El mediocre no tiene mala conciencia ni se percata de su contaminación moral, psicológica, mental y emocional. Propongo un ecoparc en el que depositemos toneladas de miseria humana. Uno iría con su furgoneta repleta de tipos zotes y mediocres, ilusionado a sabiendas de tamaña contribución a la lucha contra el cambio climático. A fin de cuentas, combatir la estulticia virtual repercute directamente en el mundo empírico. Falta conocimiento, sapiencia, crítica, revolución. Sobran opiniones.