En medio de esta agotadora presencia del coronavirus, que infecta todo y esperemos que no a todos, se coló la caída de Juan Carlos I. Ha tenido varios percances el hombre, con diversas intervenciones quirúrgicas que calificaba el afectado como el paso por «el taller de reparaciones». El símil no es muy ingenioso que digamos pero tampoco le podemos pedir más al personaje. No me veo al emérito perdiendo su tiempo en lecturas instructivas, ni interesado en la vida de santos, ni siquiera de las santas. El tiempo que le quedaba libre lo dedicaba a cosas oficiales. Todo el resto lo invertía en placeres diversos: desde explorar luceros del alba, una afición que le ha perseguido desde su juventud, hasta las puertas de la muerte, a vérselas con elefantes de largos y afilados cuernos. Y andar entre cornamentas tiene sus riesgos.

La caída del emérito ha culminado con una 'espantá' mucho más llamativa que la de Cagancho en Almagro y que ha sacado a relucir todas las miserias sobre las que se asienta la mentira de un sistema en el que el rey goza de inviolabilidad. Ahora si se les ocurre van ustedes y argumentan ese privilegio. Antes, cuando eran reyes por la gracia de Dios podía entenderse, pues algo que viene de arriba no puede estar poseído por las tentaciones de los de abajo y por lo tanto no necesitábamos cuestionar su comportamiento. Lo ha puesto el Altísimo, bien puesto está. Y a callar y a obedecer.

El hombre, que no ha venido de arriba, sino de la afición a lo de abajo, optó por la 'espantá'. Según algunos, incluido Felipe González, ha sido uno más de sus múltiples servicios a la nación. Según otros, su figura potenciaba la marca España€ Ya se lo dijo el Gallo a Ortega y Gasset cuando el torero le preguntó a qué se dedicaba y el pensador le dijo aquello de que era filósofo: «hay gente pa tó», respondió en una de las conclusiones más lúcidas del populacho. En realidad, ¿para qué sirven los filósofos? ¿A cómo va el kilo de sabidurías en el supermercado?

Vaya por delante que si Jesucristo se vio acompañado de pecadores y no consta en parte alguna que le vieran falto de comprensión -sólo cogió el látigo contra los mercaderes del templo- no estaría mal que reflexionáramos y otorgáramos a su persona el derecho al camino de reconciliación que, como todos sabemos, o deberíamos saber, pasa ineludiblemente por el reconocimiento de las culpas y el firme propósito de enmienda. Con lo de elefante pidió perdón y se comprometió a no hacerlo más pero aquello era una confesión tramposa pues ocultó al confesor los pecados mortales€ y quiso una absolución. No coló.

Sin que pretendamos ser 'El Adelantado de Segovia' y su exigencia ante Stalin, desde esta columna le recomendamos a su yerno Urdangarin, cuando le metieron entre jueces y fiscales, el ejercicio de examen de conciencia, confesión y penitencia pero el hombre o no leyó esta humilde columna, o estuvo asesorado por abogados caros de esos que viven de prolongar pleitos. Ni se arrepintió ni devolvió una peseta. Ha perdido peso, tiene mala cara y no se le ve feliz. Podrá tener mucho dinero pero no cuela. Su suegro, octogenario, vive hoy en una cárcel de oro abandonado por todos. Tanto que el buen pueblo español es capaz de compadecerse y llorar por su regreso. No se extrañen.

Haría bien su hijo en no cometer errores, en no sentirse inviolable, en mostrar ejemplaridad y firmeza de espíritu. Lo digo porque aquellos que sueñan con derribar monarquías tampoco andan sobrados de argumentos de ejemplaridad y quien no practica la virtud no puede ir predicándola.

Ejemplaridad y sacrificio es hoy lo que pide una nación castigada por la mediocridad y la soberbia. Y por el peso de una carga de dispendios inútiles y corruptelas que sangran las economías familiares. Una nación agotada y sin esperanza que reclama líderes firmes en la defensa de la verdad. Una nación harta de mentiras impunes.