Solo el que está condenado a ser usuario del cercanías entiende del vía crucis de los últimos años. Y los que nos esperan, cabría añadir. Aquellos que inicien su camino de ida o vuelta en hora punta serán los afortunados de disfrutar de un asiento, pues una vez el tren ha recorrido las primeras estaciones, el viajero se resigna a permanecer de pie, cuando no apelotonado como ganado. En contadas ocasiones el usuario descubre con satisfacción que el convoy es doble, lo que permitirá un desahogo. Un día de fiesta.

Ir al lavabo cuando la necesidad aprieta es toda una aventura. Y eso si es que funciona. Llegar hasta él es tarea ardua. Hay que pedir disculpas a decenas de personas que deben hacerte espacio para poder avanzar hacia la meta, como en una gincana. Acompañar a un niño es tarea imposible. Uno mira al suelo y descubre mugre, incluso esa suciedad se traslada en demasiadas ocasiones al tapizado donde descansas tus posaderas y espalda. Podría pensarse que la gente no cuida el transporte público, pero basta observar un poco los asientos para comprender que han conocido numerosas promociones académicas.

Más de 7.500 servicios de cercanías fueron cancelados el año pasado, 2.000 más que el año anterior y catorce veces más que cuatro años antes. El 11 % de los servicios incumple el horario previsto. La propia plataforma de usuarios indignados tuvo que retrasar su manifestación por llegar tarde el tren que los trasladaba. No faltan tampoco las quejas sindicales por la falta de recursos y dejadez en el servicio.

Un mes justo antes de declararse el estado de alarma, el secretario de Estado de Transportes reconocía en València la necesidad urgente de acometer inversiones, y anunció un plan de choque que contemplaba dotación presupuestaria, devolución del dinero en los trayectos con retrasos superiores al cuarto de hora y contratación de más recursos humanos€

Septiembre es el mes del retorno a la normalidad, y uno se plantea volver a sufrir la experiencia del cercanías. Y es que la mascarilla y el gel hidroalcohólico no convencen ni dan seguridad en situaciones de encierro y proximidad prolongada junto a decenas de desconocidos.

Queda la opción de rascarse el ya castigado bolsillo y recurrir al vehículo privado, mientras las autoridades hacen llamamientos al transporte público y se fotografían en bicicleta. Luego, cuando se han ido las cámaras, se suben al vehículo oficial. Es lo que hay, señores. El pueblo deberá arriesgarse a moverse encerrado en auténticas latas de sardinas. Y que la pandemia nos pille confesados.