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A vuelapluma

Alfons Garcia

Cólera y esperanza

La primera palabra de la literatura occidental es cólera. Lo subraya Irene Vallejo ('El infinito en un junco'). Así empieza 'La Iliada'. Así empezó a construirse el edificio cultural que nos sostiene, el que hace que soportemos una vida marcada por la sombra de un final ineludible. No deja de ser significativo. Quizá la cultura es solo eso: la tentativa perpetua de aplacar la cólera vital por una existencia injusta. Quizá la historia sea eso: balancearse sin descanso en un columpio entre la cólera y la esperanza.

Cólera. En la semana que ha empezado el juicio por la matanza de 'Charlie Hebdo', cuando volveremos a transitar en unos días por los recuerdos del 11S (la barbarie televisada), mientras la llama de la injusticia racial y social prende en ciudades de la gran potencia universal, gobernada cerilla en mano por un visionario, mientras el mundo está dominado por una pesada sensación de inseguridad y la extrema derecha gana posiciones en los templos de la razón, es imposible que la bilis no se caliente. En esa sustancia está el origen en la lengua griega de la cólera.

Esperanza. Cruzo crorreos con el historiador Ismael Saz por un reportaje al que no termino de encontrarle el hilo. Viejo sabio. Los indicios son de tiempos aciagos, sí, dice, pero recuerda que después de las armas de destrucción masiva, de Bush y de la guerra de Irak vino Obama, la ilusión. Que después del 11M en España y el intento de embuste oficial vino una etapa de conquista y júbilo de nuevos derechos civiles. Habrá un día después de Trump, Bolsonaro, los populismos extremistas y esta pandemia, y no tiene por qué ser peor. La historia no es de obligada repetición, pero enseña que siempre hay resquicios para la esperanza. Incluso en el presente. Los movimientos feministas (Me too) y antirracistas (Black Lifes Matter) han florecido en un contexto adverso, igual que el antibelicismo nunca encontró tanto apego en España como cuando las fotos de las Azores.

La esperanza es el consuelo de la razón. Y necesita el terreno fértil de la educación para madurar. Sin colegios ni profesores, la igualdad de oportunidades es solo un eslogan, una bonita frase hueca. Si los que menos tienen quedan a la intemperie, sin formación ni ejemplo de los docentes, la democracia cojea. Ellos son el destinatario principal del sistema educativo. Ellos, los que no tienen el comodín de la familia y de una cálida biblioteca en casa, son quienes no pueden quedar desplazados. Si la educación se retrasa o no pueden acceder a ella porque no tienen los medios ni los apoyos familiares que lo propicien, será una derrota colectiva, porque estaremos cercenando el principal instrumento de progreso social. Una pandemia en el siglo XXI no puede llevar a cerrar la puerta del principal ascensor social. Esa debe ser la prioridad. Realizar pruebas PCR a profesores, alumnos o padres es una cuestión circunstancial, que debería quedar en manos de la opinión de epidemiólogos y otros expertos. Lo inaceptable es no poder ofrecer una educación sin excluidos en condiciones mínimas de seguridad, asumiendo que esta nunca será total. Nunca lo es, aunque nos creíamos el espejismo, pero ahora menos que nunca, bajo la nube de incertidumbres de esta epidemia.

La desigualdad será posiblemente eterna, porque hasta ahora nadie ha conseguido borrar la pobreza del capitalismo, pero condenar a perder esperanzas es un plus de crueldad intolerable.

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