Comenzaré con lo inevitable, con los signos del presente. Por doquier lo vemos. No estamos ante efectos de superficie, sino ante profundas decisiones. Ahí están. Gobernantes que se tornan vitalicios, como Putin, y bajo cuyo régimen y ante el mundo se envenena a los opositores. En su órbita, en Bielorrusia, otro tirano igualmente vitalicio se pasea con un rifle en la mano desafiando a los ciudadanos que denuncian un fraude electoral masivo. En la India, su presidente lanza a las masas al odio contra los musulmanes, en una escalada de consecuencias imprevisibles.

No son asuntos menores. En medio de Rusia e India, China se encierra en un mandarinato incapaz de integrar los regímenes de Taiwán y de Hong-Kong. Hablamos de tres grandes espacios mundiales que ordenan la mayor parte del mundo. Todos se han estabilizado en un camino hostil a los gobiernos democráticos. Mientras eso sucede, el país de referencia del último siglo, Estados Unidos, se rompe de forma alarmante, incapaz de reconducir su proceso de escisión racial. Ahora, cuando vemos en las calles una complicidad criminal entre civiles armados y fuerzas policiales, comienza a emerger la evidencia de que la ideología racista supremacista, reactivada desde los tiempos de Nixon, permea amplios espacios electorales y policiales. Estos elementos sostienen a un presidente que, con todo descaro, se permite poner en cuestión los límites de su magistratura, mientras avisa de que sólo aceptará un resultado legítimo en las próximas elecciones: su victoria.

Todo indica que se ha acabado aquella época en que la democracia parecía el destino del mundo. Así que sería mejor comenzar a pensar que necesitamos un nuevo esquema. Mientras la democracia sea nuestro método de vincular gobiernos responsables con poblaciones libres, va a haber lucha. Allí donde se imponen élites cuya aspiración es su propia perpetuidad sin concesiones, las decisiones están tomadas y la democracia no es su opción. Cuanto antes nos demos cuenta de que nuestras democracias viven rodeadas de poderes hostiles, antes sabremos lo que nos jugamos. Y cuanto antes descubramos los aliados internos de esos poderes en nuestros países, antes orientaremos el sentido de nuestras luchas.

Hablo de Europa, desde luego, y de su soledad en el mundo que viene. Por supuesto, en este escenario comprendemos lo terrible del Brexit. Necesitamos encontrar un camino coordinado entre Europa y los países de la Commonwealth, así como intensificar la cooperación con una América Latina que no puede consentir un camino regresivo como el de Brasil o callejones sin salida como el de Venezuela. Pero todo esto supone que Europa mantenga un firme, honesto y sincero compromiso con el modelo de una sociedad democrática como base de gobiernos responsables.

En las situaciones de encrucijadas evolutivas, Europa a veces apeló a un método. Actualizó saberes latentes que apenas eran conscientes y se hizo fuerte en ellos. El proceso por el que esos saberes latentes se actualizan constituye un esfuerzo reflexivo ingente. Su resultado es una forma de recuerdo. Conviene romper un equivoco aquí. Recuerdo no es memoria. La memoria es subjetiva, personal, parcial. Su contenido nos asalta. «Me viene a la memoria», decimos, y eso no impide que ese asalto proceda de una fijación, obsesión o pulsión. El recuerdo implica un esfuerzo de búsqueda, de resistencia, de combate. La memoria nos viene del pasado; el recuerdo es un esfuerzo de interiorización y viene de la situación de bloqueo en el presente. Es la respuesta a la encrucijada evolutiva.

Esta semana hemos recordado a Hegel, porque el 27 de agosto se cumplió el 250 aniversario de su nacimiento. Su intuición básica nos dice que la filosofía es la institución europea del recuerdo. Él habló de Erinnerung, que significa el proceso de interiorizar el camino de la humanidad del pasado. Sólo tras esa apropiación nos lanzamos a elaborar lo que está ahí, inmediato, ante todos. Su propuesta era que el tiempo del futuro se podría controlar cuando, con los resultados esenciales del pasado en mente, elaboráramos las contradicciones del presente. Esa sería la tarea del filósofo, que desplazaría al historiador. No historia 'magistra vitae', sino la filosofía como método para manejar las contradicciones de la vida.

Hoy tenemos una relación ambivalente con esta posición. Por supuesto, en las encrucijadas evolutivas, la institución filosófica se pregunta por lo importante, lo principal. Pero Hegel ofrece un recuerdo metodológicamente coactivo, un saber experto en manos de filósofos profesionales, que vinculados a las instancias directivas del Estado, lo imponían sobre la memoria de los ciudadanos, ese ámbito que solo Freud dejó de despreciar como dolor real del mundo.

Hoy vemos que es preciso recordar lo fundamental de otra manera, decidir lo importante de otra forma, compatible con una sociedad democrática. Esta no puede entregar su defensa a saberes expertos, sino que ha de confiar en la energía subjetiva de cada ciudadano. Eso implica buscar un recuerdo compatible con las memorias subjetivas que también han de esforzarse en las luchas que nos esperan en defensa de la democracia.

Desde que se fundó la institución filosófica, en tiempos de Solón, allá por el siglo VI a.C., lo decisivo fue recordar la forma comunitaria originaria, gracias a la cual un grupo sobrevivió y encontró un camino evolutivo transitable. Ese recuerdo reemergió una y otra vez en Europa siempre que una sociedad, en su camino histórico, estuvo al borde de la estasis, de la fractura radical, de la dualidad, del enfrentamiento civil. No es el recuerdo de un idilio. Es más bien la voluntad de no caer en el abismo de no retorno de una violencia imparable.

Lo importante no es repetir aquel estado que a lo mejor nunca existió. En todo caso, nunca se vuelve a él. Cuando se invoca, siempre se llega a otro sitio. Lo importante es el compromiso que se adquiere en el presente cuando una sociedad se representa según aquel estado originario. Solón llamó a ese compromiso Nomos, Ley. Quería decir con ello que cada una de las partes en que aparecía enfrentada la realidad social debía tener su parte en una medida común, porque tenía derecho a ello. Ninguna podía excluirse, ni considerarse ilegítima, ni podía ser eliminada.

Esa fue la base de la democracia ateniense. No se trató de imponer un sentido de comunidad material, sustancial, inmune frente a otra. Se trataba de encarar las diferencias del presente como si se procediera de una comunidad en la que nadie podía ser eliminado, donde cada parte tenía su derecho. En estas situaciones, Hegel solía decir: «Ahí está la rosa, baila con ella». La rosa, llena de espinas. ¿Sabrá España mirarse alguna vez en su presente como si procediera de esa comunidad? ¿Tendrá tacto alguna vez en su historia?