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Testigo de calle

Arrogancia del ministro desaparecido y de otros políticos

Durante meses ha estado fuera de sitio, seguramente trabajando, como él dice, pero sin que el foco habitual de los ministerios alumbrara su quehacer, el ministro de Universidades, Manuel Castells. Preguntado por tan peculiar manera de desaparecer, además en un tiempo en que se radia hasta el pestañeo, el importante académico y casi inédito servidor público dijo que todo era una leyenda urbana.

Es curiosa esta manera de calificarse a sí mismo, o de calificar su circunstancia, porque una leyenda urbana es algo que se basa en una mentira que poco a poco se va sustanciando hasta ser verdad, aunque sea mentira. Pero no es mentira que el señor Castells ande fuera de ocupaciones habituales, como las comparecencias de prensa u otros actos en los que ha estado previamente anunciado. De modo que hay que colegir que, siendo cierto que no ha estado a la vista, por las razones que él haya creído convenientes, él mismo se llama leyenda urbana. Es tenerse, al menos, en muy alta estima, quizá no por lo de urbana, pero sí por el concepto que acompaña a tan aireado adjetivo. Manuel Castells, leyenda y urbana. Pues muy bien.

La verdad es que no es el único ministro o político, de esta legislatura o de cualquiera de las que la preceden, en cada uno de los estamentos de la vida pública, que se expresa con arrogancia acerca de las cosas que hace e incluso de las que no hace. En esta época en que las redes sociales son como el reguero que acompaña sus actos, aparecen estos servidores públicos, como aquellos servidores de la dictadura, rodeados de un equipo formidable, desde ministros a alcaldes, que son retratados abundantemente para que la sociedad tenga constancia de sus numerosos pasos y hacen declaraciones en las que ellos, desde el presidente de la comunidad al ministro o al presidente del Gobierno u otros cargos del rango público, ponen en valor el rastro que dejan atrás, como algo cuyo prestigio ellos mismos resaltan. En cierto modo, todos actúan como si estuvieran dejando atrás una leyenda, sea esta urbana o campestre.

Esta semana hemos visto, sucesivamente, en comparecencias contemporáneas a la del ministro leyenda, al vicepresidente del Gobierno generar a su alrededor la sensación de que sin su auxilio la labor solidaria de su ministerio o de la cadena de ministerios que tiene el ejecutivo de la nación serían incapaces de calmar la ansiedad de la sociedad empobrecida. Hemos visto al presidente ejecutivo del Partido Popular afirmar, tras una reunión de dos horas con el jefe del Gobierno, que sin sus ideas éste estaría vagando en el limbo, pues fue él quien le llevó la idea y la configuración de una agencia de reconstrucción nacional. En la enumeración de sus logros, por otra parte, manifestó su acuerdo feliz con la gestión de los suyos en gobiernos regionales delicados, como el de Madrid, como si en estos lugares ligados a sus siglas nadie hubiera roto nunca un plato o una escudilla.

En el mismo ámbito de la escasez de defectos, o de su ausencia, me permito traer aquí al portavoz de Esquerra Republicana de Cataluña en el Congreso. Con la perseverancia de su sonrisa, con la que perdona incluso la identidad de las preguntas que le hacen los periodistas, explicó en medio de las circunstancias de la semana, cuando el Gobierno atraía a Ciudadanos a la aprobación de los presupuestos, que su partido considera incompatible a ese partido de derechas con su concepto de lo que deben ser las cuentas del Estado. Es notorio que ERC gobierna en Cataluña en la misma bancada que la derecha.

En esta retahíla de arrogancias sucesivas o contemporáneas caben, naturalmente, las sucesivas lecciones de saber propio que ha ido dictando desde antiguo la exportavoz del PP en la Cámara baja. Esta mujer, de la que se subraya su inteligencia y su capacidad de persuasión dialéctica, se ha ido retando a su jefe de partido a demostrar que le gusta, ejem, la libertad. En la primera ocasión, cuando lo dijo en una entrevista que la llevó a la confrontación con su líder, fue expulsada a las tinieblas parlamentarias, y ahora que ya ha decidido aceptar la tiniebla, ha vuelto a dar una entrevista en la que le ha regalado o impuesto a Casado algunas tareas que ella misma habrá de calificar. Esta vez el líder político no ha dicho o ha hecho nada, lo cual debe querer decir que se lo está pensando, quizá, porque no es común que quien manda se guarde en el buche mucho tiempo la bilis de venganza que genera toda arrogancia.

En estas crónicas suelo obviar la política, que tan abundante tratamiento, de enorme calidad, tiene alrededor; pero esta vez he querido hablar de la arrogancia, y me ha saltado a la vista la arrogancia política como un fenómeno extraño en el mundo de los servidores públicos, que como su nombre indica deberían ser humildes como los que buscan la piedad de Dios. Estamos de acuerdo, desde lo más lejano de la historia, en que el ser humano se equivoca. La evidencia de que los componentes de la clase política no tienen costumbre de reconocerlo hecho me ha resultado siempre una señal de falta de inteligencia. Y como no quisiera causar estropicios en el prestigio de los servidores públicos, siento que quizá no es falta de inteligencia, sino que la naturaleza del político ha mutado y ahora, o desde hace mucho tiempo, contiene en su adn el rasgo mayor de la autosuficiencia. Puede ser eso, pienso yo, o también puede ser que sin arrogancia no hay leyenda, ni urbana ni campestre, y lo que el político quiere es escalar el prestigio hasta el pedestal de la leyenda. Y de eso no hay, así es la vida.

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