Frente a las profundas desigualdades entre las personas, que constituyen un negativo componente social, se reacciona de manera diversa para superar la injusticia que causan. A pesar de declaraciones, programas o mejores intenciones para superarla, la implacable codicia con la que personas, colectivos o naciones se mueven, ha impedido que se logre en su totalidad el respeto a la verdadera dignidad humana.

A pesar también de todas las buenas intenciones declaradas, sobre el golpe propiciado por la pandemia de la covid-19, y que iban encaminadas a hacer reflexionar y a transformar la sociedad que tenemos y la que se vislumbra para los próximos años, la que se atisba ahora para el inmediato futuro es una sociedad con profundas desigualdades y que va a excluir a miles de personas que se van a quedar sin trabajo o que lo van a mantener en unas condiciones laborales muy precarias. Ya hace un tiempo venimos conviviendo con esa categoría que se ha venido en llamar 'trabajadores pobres', que no alcanzan un mínimo para la subsistencia digna.

Según los datos publicados por el Observatorio Social de la Caixa, en julio de 2020 el 1 % más rico obtiene más ingresos que el 50 % más pobre. Una diferencia que aumenta dramáticamente año tras año. Lo más grave es que detrás de estas cifras hay personas y familias que viven en la extrema pobreza mientras aumentan los ingresos de los más ricos. Asistimos, por tanto, a una fractura de la dignidad. Y es que, en esa carrera por obtener el máximo beneficio tomando las decisiones individuales en función del aumento de la propia ganancia, o de situarse por encima de los demás, quedan relegadas muchas personas porque el ascenso de unos se logra dejando atrás a otros y a costa de la pérdida colectiva.

Desde la profunda convicción de que todas las personas tienen la misma dignidad, merecen el mismo respeto y que, por tanto, gozan de los mismos derechos, surge la necesidad de otra mirada, otro criterio, otros valores que eviten esa desigualdad, esa injusticia, y que propicien una sociedad respetuosa en la que a todas las personas se les garantice ese derecho a la dignidad. Ello supone superar la visión de la sociedad como un conjunto de individuos preocupados cada uno por lo suyo; y considerar a la sociedad como el conjunto de personas interdependientes, relacionadas, unidas por un interés común, y donde no se conciba la felicidad sin que sea para todos, es decir, con el reconocimiento efectivo de la dignidad del conjunto de la ciudadanía.

Estamos hablando de una sociedad como un cuerpo único sólido, donde cada miembro se considere agente de esa solidez. Donde se toman las decisiones y se actúa entendiendo que el bienestar sólo es tal cuando alcanza al colectivo y que no se entiende la felicidad como un logro individual. Donde los valores con los que se vive tienen como objetivo la solidez del conjunto. Hablamos de solidaridad. Que es mucho más que mera ayuda. Es compromiso por una sociedad justa, que se mueva por valores de igualdad y respeto. Es estar convencidos de que todas las personas, decimos todas, tienen la misma dignidad que hay que reconocer.

Esto constituye la argamasa sólida que debe unir las piezas rotas que produce el individualismo y la codicia. Es ciudadanía activa y comprometida capaz de transformar la sociedad. No es cuestión de voluntariedad o de limosna. Es mucho más que todo eso. Es un imperativo ético. Desde la Fundación Novaterra acompañamos a las personas en lo que denominamos 'viaje a la dignidad' en una acción donde colaboran personas, empresas e instituciones y en las que hay una puerta abierta, una oportunidad para quienes sientan el deber de ser solidarios. Si lo desean, pasen sin llamar, serán muy bienvenidos.