El día que intenté suicidarme tenía quince años y era un viernes por la tarde. No existía Google, yo solita había visualizado mi «no existencia» de múltiples formas durante los meses anteriores. Me acostaba por las noches pensando que sería maravilloso no volver a levantarme, cerrar los ojos para no abrirlos más; soñaba con una muerte sin dolor y rápida que me permitiera desaparecer. Dejar de existir para no sentir el dolor en mi piel. Era un sufrimiento interior, no físico; el de un alma perdida y con la sensación de ser por inercia, de permanecer aquí casi por casualidad. Eran los años 90 y, aunque conocía la palabra depresión, la relacionaba con un señor de 48 años al que admiraba y quería profundamente: mi padre. Y yo ya tenía bastante con mis rollos de adolescente, como que no iba conmigo esa palabra. Sin embargo, sí sentía que sobraba, que lo mío no era importante y que era mejor no dar más problemas en casa.

«¿En serio, María? ¿Piensas que tu madre con tres hijas, las guardias en el hospital y acompañando a papá con su enfermedad, como mejor puede y sabe, va a estar mejor sin ti? ¿Y qué hay de papá? Pocas veces lo has visto disfrutar, relajado, simplemente feliz. Su sonrisa es efímera y su sufrimiento inmenso. ¿Cómo va a escalar la montaña de tu suicidio? ¿Y tus hermanas? ¿Y tus amistades? ¿Y qué pasa con la aventura de vivir? Siempre has sido curiosa y alegre, dispuesta a ayudar a las demás personas. Te encanta estar con tus amigas, tienes una lista de chicos que te gustan y quieres conocer, quieres viajar, te encanta leer, escribir, cantar y soñar. Y solo te has besado en los labios una vez».

Hablando con la María de quince años conecto con su dolor. Sé que sufre y que no se atreve a compartirlo con nadie. ¿Por qué? ¿Qué es lo peor que puede pasar? Comunicar los pensamientos, por oscuros que sean, es el primer paso para saber que la sola presencia importa. Que nuestra luz es necesaria para caminar. Hay una fuerza inmensa y vital en todas las personas. Tenemos un potencial infinito y una capacidad de supervivencia a desastres, por inmensos que sean, brutal. Siempre hay una salida al sufrimiento y, desde luego, no es desaparecer.

Hoy es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio y es la primera vez que hablo desde mi experiencia suicida para ayudar en la prevención. Es como raro y natural a la vez, porque siempre ha estado dentro de mí, aunque solo lo supiera yo. Y ahora quiero inundar el mundo de mensajes de ayuda y prevención, y más, siento una necesidad incontrolable de hacerlo. Me he hecho adicta a la vida. Porque hoy sé que una mala decisión en un momento difícil pudo matar también en vida a mis seres queridos y privarme a mí de mi propia aventura de existir. De habitar mi cuerpo y de sentir en mi piel. De ser yo misma a través de mis ojos.

En el contexto actual, con la pandemia global de la COVID-19 azotando, pueden temblar más aún los cimientos de nuestra capacidad mental para aguantar aquí. Hay obstáculos a diario, retos y desengaños, y hay también atardeceres cada día; y por supuesto, una red de personas dispuestas a escucharte, aunque sea una sola. Hay amor por todas partes, y podemos conectarnos a él. Hoy, 10 de septiembre, puedo contar mi experiencia y dedicar mi tiempo y energía a contagiar vida, aun sabiendo que, mientras tanto, hay diez personas en España que se irán diariamente dejando una montaña de recuerdos, culpa y vergüenza a sus familias y amistades. Necesitamos recursos para visibilizar, desestigmatizar, romper el tabú en toda la sociedad y, por supuesto, en los medios de comunicación. Es necesario tener interés para formarnos como periodistas, y saber comunicar sobre el suicidio bien, desde el rigor, el respeto y la responsabilidad. Esto lo he aprendido en el libro Hablemos del suicidio en los medios de comunicación de nuestro compañero, el periodista navarro Gabriel González Ortiz.

La OMS lleva recomendando hablar del suicidio desde el año 2000, veinte años en los que el sufrimiento por las muertes de las personas que se han ido es incalculable. El dolor no se puede medir cuando te toca de cerca y estamos a una persona de una experiencia suicida. Necesitamos ayer, hoy y mañana el Plan Nacional para la Prevención del Suicidio. Y que todos los agentes sociales estén unidos en la prevención, caminando de la mano, porque mañana también te puede tocar a ti, y somos una.

El día que intenté suicidarme tenía quince años y era un viernes por la tarde. Estuve dos días ingresada en el hospital y el lunes me fui al colegio como si nada. Y, sin embargo, todo.

Han pasado veinticinco años y ahora he decidido hablar para no callarme nunca. Porque mi historia de silencio es solo una más. Sé que me hubiera ayudado mucho compartir cómo me sentía con alguien. Y no lo hice. Muchas personas se sorprenden de que un día intentara suicidarme, y lo entiendo, porque de la piel que hay en mí no sabían nada.