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Pescado con mayúsculas

La vida en Casa Fernando, restaurante situado en segunda línea de playa de la Ciudad Jardín (Palma), comienza a las 4 de la mañana, cuando Toni —que lleva 15 años haciéndolo cada día— madruga para ir a la subasta de la Lonja a comprar pescado y marisco, garantía de calidad en el suministro de la materia prima.

Antes era más genuino porque los pescadores, acercando su barca a 50 metros de la playa, ofrecían directamente la pesca del día a lo que entonces era poco más que un chiringuito.

Cuando había extranjeros, ¡qué tiempos aquellos!, a las 7 de la tarde, con la horabaixa enseñoreada en Banyalbufar, iban a ver cómo trasegaban el pescado vivo que llevaban en una carretilla. Los controles sanitarios y los impuestos fueron, poco a poco, doblegando viejas tradiciones.

El Molinar era entonces una franja con casitas de pescadores, donde veraneaba la burguesía de Palma a la que le gustaba el mar. En la zona había una fábrica de curtidos que usaba el agua salada de mar para los tintes, de modo que cuando estaban los curtidores apestaba.

También hubo una fábrica de leche condensada en el núcleo urbano del Coll d'en Rabassa, zona de canteros y picapedreros. La zona se ha ido poblando de restaurantes, terrazas y pequeños comercios. Una muestra de la abdicación de la industria en aras de la apuesta turística, ahora malherida.

Lleva 40 años abierto y solo ha cerrado cuando se ha visto obligado por la malhadada pandemia. Su decoración, vintage, a base de galardones gastronómicos y fotos de famosos que pasaron por allí: (el canciller alemán, Gerhard Schröder; Joan Manuel Serrat cliente habitual, con parada antes del concierto; Alejandro Robayna, fabricante de puros cubano; Michael Douglas, que no se dejó invitar; el presidente del Real Madrid, Ramón Mendoza y Gerard Depardieu).

Recuerda esos establecimientos, más antiguos que el hilo negro, donde el propietario está de cuerpo presente, alternando la lectura del periódico con el saludo —mesa a mesa— a los fieles parroquianos.

Junto a él, su hijo Raúl, actual titular de la plancha y motero, así como los camareros de toda la vida (Edith, Rubén), esos que ya saben lo que uno va a pedir de postre: 'Cardenal de Lloseta' (nata con bizcocho de Casa Pomar).

Resulta obligado respetar el protocolo. Nada más entrar, a la izquierda, en una vitrina de cristal de cuatro metros, está "expuesto" el género. Hay que elegir —de pie— lo que se va a pedir: rape, salmonete, mero, dorada, sargo, cabracho, y pargos. Además de gamba roja de Sóller, calamar de potera, cigala, pulpo y langosta.

Surtido frenético al que añadir especies de temporada: yonquillos, llampugas y raones, los reyes de la vitrina, los más caros, pescados, uno a uno con anzuelo y vigencia limitada.

Hecha la selección, se pesa, se calcula y se prepara en la plancha, situada detrás del expositor. Ni frituras, ni guisos, ni asados. Como único acompañamiento, verduras. El producto con mayúsculas, sin disfraz, con la mínima elaboración posible. Plebiscito para los sabuesos del pescado fresco a la plancha.

Es consabido que la clave en la permanencia de un restaurante de producto y su éxito dilatado radica en la asiduidad de quienes repiten y diseminan las bondades del establecimiento entre familia, amigos y conocidos.

Es el caso de los forasteros (clientela alemana e inglesa), llegan recomendados desde su país, en un 'boca a boca' que recuerda el fenómeno que peraltó Casa Lucio. Al primar la calidad de las materias primas sobre la robusta factura, una vez que lo prueban mantienen la lealtad al refugio.

Todo empezó cuando un salmantino menudo, Fernando De Arriba, follonero, innovador, pionero€dejó su pueblo (Monforte de la Sierra) en el valle de Las Batuecas y se plantó en Mallorca, con 24 años, a trabajar como camarero en Santa Ponça.

No tardó en autodeterminarse pues, un año después (1980), se hizo empresario, de esos a los que no invitan los políticos a sus conferencias en los salones de Madrid. Abrió una fonda en Coll d'en Rabassa, con un menú a 75 pesetas. En la cocina, codo con codo, la mujer de su vida, Elisabeth Van Damme, una holandesa de Amstelveen (al lado del aeropuerto de Schipol) que empezó trabajando como planchista, a razón de 15 horas diarias.

En estas cuatro décadas, que arrancaron con una clientela local y el invento de poner un pescado entero (lo que entonces no era tan usual), ha habido de todo un poco, como en botica. Desde un cliente italiano que se desplazaba con su avión privado para hacer parada y fonda hasta tres clientes que se escaparon por la ventana, sin pagar.

El verano no ha dado tregua y el otoño sigue amenazando la viabilidad de negocios históricos que han resistido el paso de los años. Hacer frente a la crisis económica y la emergencia social derivada de la pandemia, evidencia de las dificultades para mantenerse y está requiriendo un esfuerzo extraordinario.

La devastación económica ha supuesto el cierre de miles de pequeños negocios y que otros no vuelvan a abrir, porque sus propietarios han quebrado o han escogido retirarse. Los análisis más solventes vaticinan que el segmento de la hospitalidad —que incluye hoteles y restaurantes— tardará tiempo en recuperarse.

Cuando cerraba un establecimiento, Benito Pérez Galdós, en su 'Memorias de un Cortesano de 1815' lo refería así: "todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en largas vigilias... ¡Lástima de trabajo!".

Como en tantos negocios que perseveran para que no se los lleve la trampa, en Casa Fernando no hay tregua para el embelesamiento, para estar en Las Batuecas.

Luis Sánchez-Merlo

(5,549-934)

— Parada y Fonda es una expresión utilizada desde la época de Felipe II, que hace referencia a una parada en el camino para comer, descansar —no para dormir— y seguir adelante.

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