Este servidor sigue planteándose para qué sirve un colegio o un instituto. Un sermón se repite cual mantra entre legisladores, profesorado y familias: autonomía, capacidad crítica, igualdad de oportunidades, socialización, espacio democrático€ Bueno, la literatura pedagógica entretiene y anima el espíritu. El término «educación» es muy sufrido en tanto que todo cabe en su contenido. La pandemia ha desmitificado esta concepción romántica del sentido y naturaleza educativa, pues el debate se centra en la supuesta valiosísima presencialidad así como la función de guarda y custodia de criaturas asilvestradas. No tengo tan claro si la educación tradicional es «liberadora» o más bien, como sospecho, un arma de destrucción humanitaria al servicio del Capital. En cambio, la obviedad de un espacio físico en el que reclutar a chicas y chicos parece evidente. A fin de cuentas, la soga capitalista aprieta fuerte y las familias necesitan un aparcadero anual de bajo coste.

La conciliación es una deuda pendiente de las políticas públicas. Y de máxima urgencia. Durante el confinamiento surgió un debate necesario, liderado por el movimiento feminista, consciente de esa losa que recae sobre las madres/abuelas/ellas-en-general cuando desaparece la escuela, a saber: ¿cómo trabajar telemática o presencialmente sin devenir mujeres al borde de un ataque de nervios? Investigadoras como M. Ángeles Durán constatan que el Estado de Bienestar se sustenta con el sacrificio, la renuncia, la doble y triple jornada de mujeres explotadas cotidianamente. Su mano de obra, gratuita y bien lubricada con el odioso discurso de la madre modélica resignada, suple la falta de recursos públicos para conseguir una auténtica conciliación. Madres y abuelas a disposición de hijos, nietos, maridos€ Así ha sido durante el confinamiento y, cuando se reivindica firmemente la conciliación, se responde: ¡en marcha las escuelas que se caldea el ambiente! Permítanme una actitud escéptica ante quienes proclaman las bondades educativas, o la imperiosa necesidad de la presencialidad, o el altísimo valor de las aulas. Me huele a chamusquina. A pie de calle la realidad reclama ese espacio en el que aparcar durante largas jornadas a las criaturas, sin apenas interés en debatir la idoneidad o no de la escuela, la absurdez o no del presentismo, el sentido radical de la enseñanza. ¡Igual que esas empresas que mitifican a los trabajadores presentistas! Si pasas horas y horas en la oficina eres un «buen empleado». Quizá sea nula su motivación, rendimiento o efectividad, pero, ¿acaso importa?

Algo similar ocurre en nuestro sistema educativo. Se trata de rellenar un puñado de horas en las que entretener a nuestro alumnado. No importa si en su horario hay una mísera hora semanal de Valores Éticos, o cuatro de Inglés, o dos optativas, ponga tres si acaso€ Si hay un centro educativo que garantice seguridad y confortabilidad a las familias, ¡eah! Luego ya aprenderán si eso. La cosa es que ruede la fábrica capitalista. Y así nos va. Cuando los colegios e institutos se asemejan tanto a las fábricas u oficinas, cuando nadie se plantea la lógica de su razón o sinrazón de ser, puede afirmarse, sin rubor, que la educación se pervierte y entra a formar parte del mercado. Del mercadeo de la vida, de la economía, de la competitividad, de a ver quién aplasta a quién. Perdimos la conquista de una conciliación henchida de humanidad. A cambio apostamos por la estupidez. Bien lo sabía el maestro G. Deleuze: «La estupidez no es la animalidad. El animal está preservado por formas específicas que le impiden ser estúpido. Por eso el tirano institucionaliza la estupidez, pero es el primer servidor de sus sistema y la primera víctima instituida; siempre es un esclavo el que manda a los esclavos».