Asisto atónito a las nuevas revelaciones sobre el asunto Bárcenas, no dejo de llorar sobre el circo político de la calle San Jerónimo. Lo primero me lleva a preguntarme qué tipo de personajes nos han gobernado, pregunta que tiendo a responderme diciendo que muchos eran carne de cárcel, parte de los restantes candidatos al manicomio, y los que eran decentes, en contacto con los anteriores, debieron correr un grave riesgo de convertirse en una u otra de las dos posibilidades anteriores. Por una siniestra continuidad con los peores hábitos franquistas y aprovechando algunos de sus métodos, esa gente se encaramó a posiciones de poder generando a su paso corrupción, impunidad, desprecio por la ciudadanía y esa mugre contagiosa y pegajosa de ambientes inmundos y sórdidos. ¿No habrá forma de que se produzca una reacción política de las nuevas dirigencias que pidan perdón a la ciudadanía por la injuria que nos infligieron al gobernarnos con aquella gente que presidían Aznar y Rajoy? ¿No estarán en condiciones de romper con ese pasado oprobioso? ¿No aprenderán nunca a respetarnos? Parece que eso no está en su agenda. Escuchen las declaraciones serviles de ese Secretario de Estado de Interior, que jura lealtad al partido y promete aguantar, al tiempo que sabe que sirve a personajes degradados que lo llevarán a la desgracia. ¿Es justo que en España se tenga una idea de partido tal, que pida a sus miembros prestaciones que se parecen a las de un ejército de mafiosos? El mal viene de que solo ven sus reflejos en las actuaciones del partido de enfrente, ignorando a la ciudadanía. Así, se sienten legitimados a seguir con una política que avergüenza a quien no haya suscrito pactos de sangre. El barniz de ideología es la tinta en la que se pierden. Escuchen si no a la Ministra de Hacienda responder a la derrota del plan de expropiar a los ayuntamientos de sus remanentes. Se queja la señora ministra de que es muy cómodo decirle «no» al Gobierno. La imagen que parece proyectar es que ella está trabajando denodadamente y que los demás están ahí, como espectadores del circo, y que solo tienen que bajar perezosamente el pulgar de forma caprichosa. Todo menos aceptar la evidencia de que nadie quiere ese plan propuesto. Lo cómodo es cometer una injusticia como la que quería perpetrar el Gobierno con los Ayuntamientos, alargar la mano y meterla en la bolsa ajena. Lo trabajoso es forjar un plan con los Ayuntamientos que permita definir la tarea de los municipios en esta terrible situación. Pues la gente real y corriente, la que no está encaramada a chiringuitos oficiales como esa Federación de Municipios y Provincias, la que vive en pueblos y ciudades, está viendo día tras día cómo sus vecinos cierran negocios y ponen en alquiler o en venta sus locales; cómo se entristece la vida urbana y cómo todo vuelve al ambiente de hace muchos años. ¡Y en esta situación, los Ayuntamientos tienen remanentes que no pueden utilizar! No sé a qué esperan para darse cuenta de que muchos de los problemas que tiene el Gobierno para hacer llegar a su destino las ayudas programadas, proceden precisamente de que quieren hacerlo todo desde los Ministerios de Madrid.

Así llegarán las ayudas cuando quienes las necesiten ya estén criando malvas. Pero en lugar de dejar que participen y actúen sobre el terreno los alcaldes, al Gobierno no se le ocurre otra actitud que la propia de Felipe II, confiscar toda la plata que había en los barcos de Sevilla y hacerse con lo de otros, para a continuación enterrarlo en la misma disfuncionalidad central. Desde que escuché decir al «superiluminado» alcalde de Vigo que nadie en el seno del artilugio de la Federación que él preside había hecho una propuesta alternativa a la del Gobierno, no dejo de asombrarme de la cara dura de esos burócratas de ventaja que, por una natural inclinación a ganarse la vida, se consideran socialistas. Al final, cuando escucho a la ministra, me percato de hasta qué punto está de acuerdo con él que le ha comprado su argumento retórico en su propia defensa. Pero vamos a ver: ¿quién, si no el actual Gobierno, puede ofrecer una alternativa a lo que en su día fue un secuestro ilegítimo de competencias municipales a su favor, en uno de aquellos actos ignominiosos que avanzó el Gobierno central tras la crisis de 2008? Impuso a todas las haciendas urbanas del país un rigor inmisericorde, a ellas, que eran las más deterioradas del sistema político español. Y cuando lo cumplieron, a base de cubrir sus déficits y de ahorrar en gastos, les secuestraron los excedentes con tasas anuales de gasto. ¿Pero qué tipo de arbitrariedad es esta? ¿Qué tipo de soberbia? Pues el Gobierno debe saber que así está expropiando el dinero de los IBI, de los permisos de circulación, las tasas de basura, las cuotas de los permisos de obras, es decir, el dinero de nuestros impuestos. Y encima, con una desfachatez hipócritamente escandalizada, su ministra de Hacienda alza los brazos con exclamaciones que sólo nos muestran, todavía más claramente, su carencia de argumentos. El fundamento de aquella política era la necesidad de cumplir con las medidas de austeridad dictaminadas por Bruselas, y que le impusieron a Zapatero la reforma constitucional exprés. Cuando en el año 2016 se reunió el ministro Montoro (gran talento, como se recordará) con el ya entonces presidente (¿vitalicio?) de la Federación, Abel Caballero, éste le pidió flexibilizar la regla de gasto y modificar el techo de gasto respecto del criterio del crecimiento. Como un don Cicuta que era, Montoro se negó en rotundo a ambas cosas. Ahora, cuando Europa ha evolucionado en su política y cuando la obsesión por la austeridad se ha mostrado patológica, resulta que la ministra de Hacienda, siguiendo la misma línea de Montoro, avala aquella política aferrándose a su voluntad de apropiarse de lo que generó. Y ello con el apoyo de ese mismo personaje, que bien podría llamarse Caín Caballero, dada su capacidad de traicionar a sus colegas, poniéndose en primer tiempo de saludo ante el mandato de la superioridad del partido.

Lo ideal sería, como he mencionado, un plan que atendiera a la función de los Ayuntamientos en la crisis de la pandemia, que parece que irá para largo. Esa regla que fundamenta la actitud de la ministra debe desaparecer. Estaba regulada por el crecimiento. ¿Qué se va a hacer ahora, cuando se decrece el 20%? ¿Tiene sentido mantenerla? Por tanto, si por falta de imaginación y de trabajo político, este Ministerio no es capaz de consensuar un plan de actuación con los Ayuntamientos de España, ¿por qué no dejar en libertad a cada uno de ellos, para que arrime el hombro en esta crisis y ayude a las necesidades de su población con los remanentes a su disposición, como hace todo hijo de vecino?