¿Recuerdan el escándalo Watergate, ese que arruinó la carrera política y la reputación nada menos que de un presidente de los Estados Unidos?. Como saben, lo que se reprochaba a Richard Nixon no era sólo el espionaje a sus contrincantes políticos, cosa siempre muy mala, sino la utilización descarnada de los resortes de poder puestos en su mano por el público para una finalidad tan particular como era conocer la estrategia del oponente y gozar así de una posición ventajosa en la lucha por su reelección.

Este run-run de fondo es el mismo que se percibe en la operación Kitchen, la investigación de todas las suciedades cometidas desde el Gobierno por la cúpula del Partido Popular en su desesperado intento por neutralizar las consecuencias negativas que seguramente le provocarían las informaciones que se guardaba el tesorero Bárcenas. Cañerías del Estado al servicio de los enjuagues de un partido que, como detentaba el poder, pensaba que podía utilizar la Policía y los Presupuestos Generales en su propio interés.

El culebrón ahora abierto seguramente nos irá proporcionando jugosos quiebros, si bien algunos de sus protagonistas ya han conseguido alcanzar la talla de arquetipos. Miren a Francisco Martínez, ese oscuro Letrado de las Cortes devenido político a la carrera y promovido a Secretario de Interior, que asume ahora el doliente rol de amante despechado por los silencios y abandonos de Rajoy, Cospedal y Fernández Díaz. Miren a Pablo Casado, encarnando el papel de joven guardián de Auschwitz que intenta evitar una condena por crímenes de guerra a base de repetir "Yo era entonces un simple diputado por Ávila". Otros personajes, como el comisario Villarejo o el sacerdote Silverio Nieto, no hacen más que abundar en el cuadro esperpéntico.

Los dirigentes del PP, presentes y pasados, deberían recordar que el artículo 6 de la Constitución Española, esa con la que tanto se llenan la boca en vano, otorga a los partidos políticos unas funciones de alta importancia institucional, al señalar que expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política, añadiendo que su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos. En resumen, que los partidos políticos sustentan la democracia y deben ser ejemplo de ella en su día a día, exactamente lo contrario que ha demostrado hacer el PP, amén de haber concurrido a diversas citas electorales bien dopado económicamente, cuestión ésta última que al menos podría estar ya impedida para lo futuro si la Mesa del Congreso, controlada entonces por la derecha española, no hubiera impedido la tramitación de la Proposición de Ley de reforma del Código Penal que planteé ante la Cámara en la Legislatura XII y cuya toma en consideración fue votada favorablemente entonces por una abrumadora mayoría de casi doscientos diputados.

¿Hasta cuándo va a durar una situación que no hace más que desacreditar el sistema político en su conjunto? Supongo que la cosa irá para largo, vista la afición a las maquinaciones dilatorias desplegada por el PP, y es posible que esté relacionada con su persistente negativa a renovar la caducada cúpula del Poder Judicial, ante el riesgo de que nuevas mayorías políticas incidan en unos nombramientos en la magistratura que no les resulten especialmente maleables.

No seré yo quien dé consejos al todavía gran partido de la derecha española sobre cómo salir del atolladero moral, además del jurídico, en el que se encuentra. Ante tanta podredumbre, sólo indicaré que tal vez le haya llegado el momento de refundarse, cambiar de nombre y hacer acto público de contrición, por el bien de la salud democrática colectiva. Aunque sólo sea una ilusión óptica.