En estos primeros días de septiembre la prensa especializada ha recogido la dura reacción de las principales entidades representativas del sector citrícola español a las declaraciones del enviado de la Asociación de Productores de Cítricos de Sudáfrica a la UE, en las que éste afirma que la plaga de la falsa polilla «sólo afecta a las naranjas Navels y Valencia, no a las mandarinas ni a los pomelos». En su respuesta, las organizaciones citrícolas españolas acusan al mencionado enviado de mentir para evitar el tratamiento de frío a sus exportaciones de cítricos destinadas a los países de la UE.

Evidentemente, esta escaramuza no puede entenderse sin tener en cuenta las fuertes discrepancias de una parte significativa del sector citrícola español con la ampliación por parte de la UE, en 2018, de las ventajas comerciales a los cítricos procedentes de Sudáfrica para su entrada en el mercado comunitario. Este malestar se suma a las críticas a la gestión de los controles fitosanitarios en los puntos de inspección en frontera y, de forma aún más general, a la política de liberalización de los intercambios comerciales seguida por la UE en estas dos últimas décadas.

Sin entrar en el fondo del asunto, porque requeriría otro tipo de artículo, este episodio debería llevar a nuestros responsables políticos a reflexionar sobre el papel de la ética en la negociación y aplicación de acuerdos comerciales con países terceros, en particular aquellos que suponen la creación de áreas o zonas de libre comercio u otro tipo de preferencias comerciales, sobre todo con países en desarrollo.

En principio, pocas personas de buena fe se opondrían al objetivo de la UE de promover el desarrollo de los países más pobres basándose en la estrategia de cooperación «Trade and Aid», que aúna las aspiraciones de casi todas las partes: acceso a los mercados de los países ricos y ayuda oficial al desarrollo para financiar proyectos que, en su ausencia, no podrían ejecutarse. Sin embargo, lo que resulta cuestionable es la forma de diseñar estos acuerdos por parte de las instituciones responsables. Por un lado, el libre comercio se supone que es un juego de suma positiva en el largo plazo para todos los países, pero que en el corto plazo genera perdedores cuya adaptación a la nueva realidad de los mercados no es automática y debería ser atendida en el marco de los acuerdos. Por otro lado, la liberalización internacional requiere, como cualquier transacción interna, el cumplimiento de unos principios básicos de buena conducta comercial, sin los cuales la falta de confianza acaba provocando distorsiones, mala asignación de recursos y fallos de mercado.

En el plano multilateral, para prevenir malas prácticas en el comercio internacional están los acuerdos del GATT, primero, y de la OMC, después, sobre competencia desleal. En particular, son especialmente relevantes aquellos que intentan disuadir a los países exportadores, y sus empresas, de incurrir en prácticas como el dumping o las subvenciones no autorizadas. En el plano bilateral, la UE, a través de las preferenciales comerciales concedidas a países en desarrollo, intenta que estos países adopten estándares internacionales en materias como medio ambiente, derechos humanos o laborales, con el fin de reducir las diferencias normativas, promover las «buenas prácticas» y reducir las asimetrías de competitividad de origen regulatorio.

Sin embargo, y a pesar de estos antecedentes, parece que en materia de política y acuerdos comerciales no se ha prestado la suficiente atención, ni se han arbitrado mecanismos suficientes para evitar que la mentira, la ocultación de información, la manipulación o el engaño se utilicen como instrumentos para crear o aprovechar oportunidades de negocio. En los tiempos cínicos y amorales que vivimos, en los que parece que lo que no está legalmente prohibido está permitido, cualquier mala práctica tiene su acomodo, adecuadamente blanqueada como comportamiento estratégico o ventaja competitiva. Pese a todo, si en cualquier actividad mercantil la buena fe es fundamental, en materia de comercio internacional debería ser un requisito formalizado en cualquier acuerdo. No es admisible que representantes públicos o privados falseen información vital para ser más competitivos y aumentar sus exportaciones.

A la UE le gusta señalar que el comercio es un medio y no un fin, y que es condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo económico. Sin embargo, la UE, y el resto de los responsables políticos europeos, debería ser más clara y contundente en afirmar que no hay comercio sin ética, incorporando reglas para un comercio «ético» (no confundir con el denominado comercio «justo») en los acuerdos comerciales, que sancionen las conductas no conformes con estos principios.

Esta debilidad, u olvido, es un talón de Aquiles del que se aprovechan algunos países terceros. Para más «inri», encuentran en la división europea sobre estas cuestiones un aliado para defender sus intereses y evitar una posición comunitaria más contundente y ajustada al sentido común.

Y para rematar, aun es más lamentable cuando estas malas prácticas provienen de jugadores a los que les gusta presumir de juego limpio (el denominado pomposamente «fair play», al que recurren cuando les conviene).

De ser cierta la acusación del sector español, y es algo demostrable, las declaraciones del representante sudafricano deberían tener una respuesta por parte de la UE, y deberían acarrear consecuencias comerciales, que podrían llevar a la suspensión de los intercambios, hasta que no se restablezca la verdad y se restituya la buena fe.

No estaría de más que nuestros representantes políticos reflexionaran sobre esta cuestión y analizaran la posibilidad de introducir, o de aplicar con rigor, si las hay, clausulas éticas en los tratados comerciales que impidiesen o castigases declaraciones y conductas impropias entre socios comerciales. Si los acuerdos comerciales se han hecho cada vez más ambiciosos y sofisticados en las dos últimas décadas -para incorporar cuestiones de cooperación y asistencia técnica, entre otras-, no se entiende por qué no han incorporado esta dimensión ética, que es la que legitima el comercio, incluso desde el paradigma de la competencia perfecta (condición de información completa y veraz entre todos los actores del mercado).

En caso de seguir ignorando los principios básicos del comercio sostenible, las consecuencias ya las conocemos, porque las estamos sufriendo en lo político y económico: desafección a la integración europea, desapego o instrumentalización de la globalización, crecimiento de los populismos y declive de los sectores débiles sin capacidad política de reacción frente a los abusos. Este, el del comercio internacional, es uno de los campos en los que es más urgente que las instituciones demuestren su capacidad para atender las necesidades «éticas» de nuestra época, que no son pocas.