La política combina dos premisas esenciales: la voluntad de servicio público y la estrategia electoral. La primera es el fin último; la segunda, el medio que te conduce a él. Las urnas premian o castigan en función de los ciclos, los hechos puntuales, las casualidades o los éxitos y fracasos de tu gestión. Las urnas siempre tienen razón. Dudo que nadie discrepe de lo dicho hasta ahora, si acaso lo enriquecerá con nuevas aportaciones.

Expongo estas básicas consideraciones iniciales para abrir la puerta contigua: la pulcritud que debe acompañar el ejercicio de la función pública tanto si se detenta desde el gobierno como desde la oposición. La política no es limpia o sucia, lo son sus hacedores. Y se pueden cometer las mismas groserías si se gestiona un presupuesto o si se fiscaliza desde la bancada contraria. Acción u omisión, ambas condicionadas al bien común, ambas urgidas por los derechos de la ciudadanía.

Creado el marco teórico, al barro. El Partido Popular y sus retorcidas maneras de ejercer la política nos abocan cada cierto tiempo a un escenario delirante e inverosímil. Llámalo Gürtel, llámalo Caja B, llámalo espionaje, tanto da. No es ni el número de presuntos malhechores ni la gravedad del delito lo que quiero significar, sino su indecencia a la hora de convertir la representación de la soberanía en un arte esquivo y vil. La coexistencia de unas presuntas e incalificables artimañas corruptas con la negativa a arrimar el hombro por el bien del país son la muestra, certera y definitiva, de su ser. Un ser interesado, egoísta, muy dado a la abdicación.

En los tiempos del bipartidismo el PP adquirió condición sistémica. Pintó de azul numerosos gobiernos locales y autonómicos, asaltó La Moncloa y concluyó el proceso unificador de las derechas. Cuando el ciclo político soplaba contra la izquierda o los desaciertos mancillaban su gestión, ahí estaba el Partido Popular para recibir el testigo y activar el juego pendular de la democracia. La seguridad de ser la única alternativa le permitió transformarse en una desnuda estructura de poder, sin mayor compromiso ideológico que los palmeos tras la bandera nacional y la fosilización de la Constitución.

La irrupción de VOX, opuestamente a lo que cabría esperar, no ha enriquecido la identidad del conservadurismo español; tan solo lo ha vuelto hostil y autodestructivo.

Es obvio que el principal partido de la oposición, y en particular su presidente aprendiz, necesitan un nuevo perdón para el último escándalo. Y como haber sido diputado por Ávila no es cien por cien eximente, es muy posible que abran fuego masivo contra Sánchez, Iglesias o las gárgolas de la catedral en busca de exculpación. No soy quien para dar consejos, pero les sugiero redimir pecados en positivo: apoyen los presupuestos, ayuden a reconstruir España y dejen que las manzanas podridas se pierdan por los sumideros de la política. Será entonces cuando acierten a cumplir las dos premisas expuestas en la primera frase de este artículo, mal que me pese la segunda.