A Lluís Miquel Campos, el cantante (el otro es el político del Bloc), le llueven los homenajes. El último sucedió el domingo: un verdadero enjambre de cantautores de aquel movimiento que se denominó la 'cancó', algunos ya jubilados merecidamente, le profesó una genuflexión en los patios de la Beneficencia de València. A lo largo de esta vida, Lluís Miquel me ha acompañado a mí, y espero que yo a él, a veces desde las cercanías y otras desde unas lejanías sinceras. En todo caso, con una intermitencia salvífica. A él le debo, entre otros, el encuentro con uno de mis ídolos, Ricard Miralles, el músico que ha enaltecido a Serrat con sus arreglos deslumbrantes. Cuando conocí a Lluís Miquel, allá por 1977, era un dios: su figura enérgica, de un negro constante en los conciertos, causaba respeto y desprendía fuerza. Aparecía en el escenario con dos guitarristas, Rafa y Ricard, inamovibles, disciplinados, año tras año, actuación tras actuación.

Yo en aquel tiempo formaba parte, como guitarrista, del grupo que acompañaba a Paco Muñoz, junto a los hermanos Murillo -Enric y Àngel- y el bajista Gabi. (Gabi poseía una capacidad innata para desubicarse, de modo que antes de un concierto bien podía pedir un té con leche en un pueblo recóndito del Maestrat ante el desconcierto del señor del bar, que le respondía suministrándole un poleo con leche condensada). Era la época de la explosión democrática, de consensos e idearios transversales, de transiciones políticas y de Paquita 'la Rebentaplenaris', de las primeras elecciones municipales y de alcaldes neófitos o primerizos, y no había pueblo que se preciara de poseer tal título ni que se enorgulleciera de haber pasado el recién examen democrático donde no coincidiéramos en las tablas musicales con Al Tall (el de Vicent Torrent y Manolo Miralles, y Enric Esteve a la guitarra), con Lluís Miquel i els 4 Z y con toda la tropa: a veces Ovidi, otras Araceli Banyuls, también Carles Barranco, y El Sifoner, y Carraixet, y siempre Joan Monleón y Merxe Banyuls (Els Pavesos), y Maria del Mar, y Luis Pastor, y Labordeta y los demás. No sé por qué las efervescencias de las libertades políticas y morales coincidieron en esos momentos con la fijación de los guitarristas por el flamenco -era evidente, dicho sea de paso, que yo no merecía esa credencial- y, salvo excepciones, todos laboraban entre los acordes y rasgueos germinados en el sur, desde los Toti Soler y Carlos Boldori de Ovidi hasta el Enric Esteve de Al Tall. Se libraba de aquella hegemonía andaluza Javier Mas, con el que compartimos algún concierto junto a Ovidi (Mas sustituía al Toti, y ha acompañado a Leonard Cohen hasta su muerte), se evadía el 'Jean Pierre' de Luis Pastor (un día acabó tocando 'Jean Pierre' con Paco y yo con Pastor, o algo así) y por supuesto los Rafa Ruiz y Ricard de Lluismi, impasibles y a su bola. En fin, el pasado a veces nos llena de desolación, y a veces nos deja algún entusiasmo, y estoy seguro de que todo aquel burbujeo de cantautores, músicos, discos y coyunturas políticas -sin las cuales no se explica el rotundo hervidero de inquietudeslo habrá retratado ya Carles Gámez (ideólogo de Els Pavesos y de muchas otras ideologías) o estará a punto de redactarlo para la posteridad más postrera.

En todo caso, uno recuerda, en esas noches de música y pintadas, entre inagotables Aplecs (el dels Ports del 77 lo inauguramos los Alimara de Toni Mestre, y Paco Muñoz, con el hoy president Puig presente), entre improvisados entarimados en plazas y campos de fútbol, la efigie inmensa de Lluismi bajo los tenaces focos visitando a Brel, a Brassens, a aquellas hormigas de Soler i Godes, a los marineros del puerto de Amsterdam que cantan los sueños que les acechan, y a aquel l'Arbre surgido en medio del camino al que debían derribar mil hombres y que hacía temblar la tierra bajo su garganta. Hoy solo tiemblan, creo yo, los escenarios de la memoria. Lluís Miquel y yo somos hijos del 'baby boom', según la división de los sociólogos ilustrados, que lo datan entre 1946 y 1964. Ni que decir tiene que él inauguró el periodo y yo me abrí al mundo en sus postrimerías. Las generaciones posteriores -¿la Y?, ¿la X?- han desencadenado otros universos y observan las libertades actuales como si se hubieran obtenido mediante un sorteo en internet. No importa. Somos pasajeros de un tiempo y estamos vencidos por el olvido. Sólo quiero decir una cosa más: los grandes saben que por encima de las utopías sociales volcadas en unas canciones de tres minutos -y de la voluntad de cambiar un mundo que es momentáneo-, siempre perdurará la búsqueda infatigable de la aventura creativa, la desnuda y turbadora expresión musical. Lluismi solo, bajo las poderosas luces que lo exaltan, con apenas dos guitarras a su lado, y a continuación todo el hormigueo inagotable de notas y armonías.