Conforme transcurre la llamada «nueva normalidad» resulta más extraña. Los niños han vuelto al cole y el fútbol regresa a nuestras vidas siquiera sea a través de la televisión. Pero como ocurriera en la primera oleada del coronavirus, en los hospitales y centros sanitarios la pandemia se vive con otra intensidad, con mucha más angustia. Profesionales de la medicina y la enfermería ven con pavor cómo se llenan las terrazas de jóvenes desocupados todas las tardes o las reclamaciones del sector del ocio, que piden un trato más igualitario frente a la ruina económica que se les cae encima.

Las cifras de contagios y de saturación de las uvis han vuelto a registros inasumibles para una sociedad moderna y ufana de sus capacidades. Nuestros vecinos y socios cierran fronteras porque nuestro país es el patito más feo del continente. La puesta al día del sector turístico se estanca: esos 80 millones y pico de extranjeros que visitaban cada año las costas españolas tardarán en volver, hay que hacerse el ánimo, como el dinero en ayudas europeas, que lo hará de modo escalonado, proyecto a proyecto.

En ese contexto la clase política sigue en el descrédito. No hay un discurso claro, ni unitario, en torno a la situación. No hay, en suma, gobernanza. Cuando fue fácil: «·todos en casa», parecía que funcionaba. Pero cuando ha quedado claro que el país debe seguir en marcha aunque incorporando normas de precaución sanitaria, incluyendo sistemas disciplinarios y de sanciones, ninguna administración política ha dado el paso adelante. Al contrario, nadie quiere asumir riesgos más allá de lo necesario.

La crisis vírica ha puesto en evidencia que la política parlamentaria se ha reducido a un consabido mecanismo electoral. Apenas hay reflexión sobre la gestión de los gobiernos, ni siquiera en los medios de comunicación, piezas fundamentales en esa tarea. Cuando, más que nunca, resulta necesario que la sociedad tenga buenos gobernantes y no políticos seductores, y mucho menos ventajistas.

Mantenemos un reduccionismo analítico que produce sonrojo. La demonización de Sánchez Ayuso por parte de la izquierda, por ejemplo, como si su incapacidad –de la que no dudo– fuera la única responsable del colapso sanitario que vive Madrid. Y lo mismo ocurre en sentido contrario, cuando la derecha niega a Pablo Iglesias cualquier iniciativa política. El país sigue aferrado a su corazón ideológico por más que sobre el Covid-19 tengamos un profundo desconocimiento.

La semana pasada el escritor Cees Nooteboom recibió desde su confinamiento doméstico en Ámsterdam, el premio Formentor que se otorga desde Mallorca. El autor holandés, viajero impenitente, cosmopolita y políglota, conoce nuestro país sobradamente, pues mantiene una casa en Menorca desde hace cerca de 40 años y ha escrito varios libros sobre cuestiones españolas. En su discurso de recepción del galardón literario se refirió elogiosamente a España, aunque subrayó lo que a su juicio sigue lastrando nuestro día a día: no se ha producido, todavía, la reconciliación entre españoles.

Todo sea que necesitemos a los extranjeros para que nos analicen y nos juzguen con mayor imparcialidad. Tal vez, incluso, sea posible crear observatorios neutrales que con datos estadísticos objetivables nos rindan cuentas de la acción de los gobiernos o de la eficacia de algunas reclamaciones políticas. En Suecia, sirva otro ejemplo, se produjo un gran debate sobre la conveniencia o no de mantener la residencia oficial del primer ministro. Hubo uno que quiso vivir en su domicilio de siempre, por comodidad, pero también abonando un gesto de austeridad siempre tan popular entre los votantes. Intervino entonces un organismo del Estado que analizó los costes de una u otra solución: mantener al jefe del Gobierno en la mansión oficial resultaba más barato para el Estado que trasladar todos los mecanismos necesarios del gobierno a la casa particular de aquel buen señor.

Nosotros, valencianos, aferrados a esta esquina del mundo donde nos ha tocado vivir, observamos con satisfacción que nuestra tierra es de las menos afectadas por la pandemia. Quizás sea mérito de nuestra Generalitat, tal vez del yodo del mar o de la calidad genética de los valencianos. No lo sabemos, esa es la verdad. Pero bien haríamos en ser ordenados y en cerrar filas en torno a los actuales gobernantes, sin descuidar la crítica, leal y constructiva.

Sin ir más lejos, la de los planes de reconstrucción que presentó hace escasos días el presidente Ximo Puig. Nada menos que 410 proyectos para llevar a cabo en 7 años y con un gasto público superior a los 21.000 millones de euros. Con el debido respeto, uno no encuentra en la Generalitat Valenciana personal suficiente y todo lo preparado que sería necesario para acometer semejante plan Marshall, que más parece un power point donde se ha acumulado sin más filtros todo lo que han ido pensando los diversos departamentos.

Convendría ser más selectivo y pragmático. Elegir solo 7 u 8 grandes proyectos, asignarlos a un director-responsable en el seno de la propia administración, dotarle de equipo, proponer un plan promediado en el tiempo, auscultando la posible movilización de partenariados privados, o a la inversa, incluso, promoviendo la participación pública en proyectos privados ambiciosos y transformadores para dotarles de garantías. Cuando eso ocurra, invertiremos en futuro.