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Elena Fernández-Pello

En el nombre de la madre

La jueza Ruth Bader Ginsburg obtuvo el éxito profesional al que su progenitora no pudo ni siquiera aspirar

Ruth Bader Ginsburg, la segunda mujer en la historia de los Estados Unidos en acceder a la Corte Suprema, falleció el pasado 18 de septiembre en Washinton a los 87 años. Después de la jubilación de su compañera la jueza Sandra Day O’ Connor, en el año 2006, ella fue durante unos años la única mujer en el máximo tribunal de justicia estadounidense. En 2009 llegó Sonia Sotomayor y en 2010 Elena Kagan, ambas nombradas por el presidente Barack Obama, y aliviaron la carga de Bader, para la que aquellos años, sola, habían sido, según sus propias palabras, “los más duros” de su carrera.

Bader Ginsburg había sido propuesta para la Corte Suprema en 1993 por Bill Clinton. Tenía 60 años por aquel entonces y una brillante trayectoria profesional, y desde el principio tuvo claro a quien le iba a dedicar aquel nuevo y excepcional logro: a su madre, Celia Bader, una mujer inteligente, con inquietudes intelectuales, a las que tuvo que renunciar por haber nacido demasiado pronto.

“Ruego que yo sea todo lo que ella hubiera sido de haber vivido en una época en la que las mujeres pudieran aspirar y lograr, y en la que las hijas fueran tan apreciadas como los niños”, dijo Ruth cuando el presidente de los Estados Unidos anunció su nominación.

La jueza Ruth Bader Ginsburg, de pie, primera por la izquierda.

Celia Bader -Amster de soltera- había sido una buena estudiante. Se graduó de bachillerato a los 15 años, pero nunca llegó a ir a la Universidad. Su familia consideró que le era más útil trabajando y ganando dinero para enviar al hijo varón, a él sí, a la Universidad. Así que Celia Bader trabajó en la industria textil, en Manhattan, hasta que se casó.

Cuando Ruth empezaba la Secundaria, a su madre le diagnosticaron un cáncer, que se la llevó por delante cuando solo tenía 47 años. Murió un día antes de que su hija se graduara de bachillerato, así que no pudo disfrutar de ninguno de sus éxitos académicos y laborales. Lo mucho que Ruth Bader Ginsburg consiguió en la vida fue una revancha por lo poco con lo que tuvo que resignarse su madre.

SU TALENTO Y SU OBSTINACIÓN LE ABRIERON EL CAMINO EN UNA ÉPOCA EN LA QUE, AHORA SÍ, LAS ASPIRACIONES FEMENINAS EMPEZABAN A SER TENIDAS EN CUENTA Y RESPETADAS

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“Qué afortunada fui de estar viva y ser abogada cuando por primera vez en la historia de los Estados Unidos fue posible instar, exitosamente, ante las cortes y las legislaturas, a la condición de ciudadanía equitativa de hombres y mujeres como un principio constitucional fundamental”, agradecía la jueza Bader Ginsburg en 2016, en la presentación de una recopilación de sus escritos.

Menuda -medía poco más de metro y medio y pesaba 45 kilos-, enfermiza -llevaba décadas perdiendo y ganándole partidas al cáncer-, tímida -cuentan que cuando se animaba a hablar en las reuniones sociales lo hacía con un hilillo de voz-, y sin embargo Ruth Bader Ginsburg poseía una desbordante fuerza interior, que se elevaba cuando defendía las causas en las que creía, la de las libertades civiles y la de los derechos de las mujeres. Su talento y su obstinación le abrieron el camino en una época en la que, ahora sí, las aspiraciones femeninas empezaban a ser tenidas en cuenta y respetadas.

Ruth Bader Ginsburg acabó convertida en un icono pop, por su singular personalidad, y en un símbolo feminista y de superación para generaciones más jóvenes. Si lo hubiera visto, su madre se hubiera sentido muy orgullosa de ella.

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