En tiempos de ‘haters’, cuya traducción literal, «odiadores», suena horriblemente mal; en tiempos de tensión, de pieles muy finas, de desinformación y de reacciones mucho más emocionales que racionales, parece que se ha reactivado, y lo digo con profunda tristeza, el odio a los funcionarios.

Insisto en la idea de que este odio no es racional. Para empezar, habría que identificar lo que la sociedad entiende por ‘funcionario’, no vaya a ser que estamos odiando a las personas equivocadas. Existe un concepto mucho menos utilizado, pero que entiendo que es el que centra uno de los debates de esta mala fama, que es el de ‘sueldo público’. Lo cierto es que hay muchos más sueldos públicos que funcionarios, y de hecho estoy convencido de que, en tiempos de crisis, tiene mucho más sentido reducir el número de personas que cobran una nómina de lo público sin ser funcionarios (asesores, políticos, personal de confianza…), que reducir el sueldo a los funcionarios, empleados públicos de carrera, trabajadores por cuenta ajena que están prestando un servicio profesional y, por tanto, retribuido. Pueden incluir en este grupo de empleados públicos profesionales al personal funcionario interino y al personal laboral, especialmente el fijo, pero no a los que no han realizado siquiera un mísero proceso selectivo. Algunos de estos sueldos nos los podríamos ahorrar enteros. Esto supondría un importante ahorro para las arcas públicas, junto con la implantación de la Administración electrónica, la desaparición de la micro-corrupción, el fraude fiscal, los sobre costes de obras públicas y la aplicación de modelos eficientes en la gestión, entre otras medidas.

En cualquier caso, con lo de ‘bajar el sueldo a los funcionarios’, cliché repetitivo donde los haya en tiempos de crisis, se da una curiosa paradoja social: recortes en los servicios públicos, no; pero recortes en los sueldos de los empleados públicos, sí. Esto no se sostiene de ninguna de las maneras. A mayor abundamiento, no podemos esperar que unos empleados peor retribuidos trabajen más y mejor que nunca (que es lo que exige la coyuntura): «If you pay peanuts, you get monkeys» («Si pagas con cacahuetes, obtienes monos»).

En estos momentos tan aciagos debemos reforzar uno de los puntos fuertes de la Administración, los servicios públicos asistenciales. Reforzar, evidentemente, no es reducir, ni siquiera congelar. Lo único que debemos reducir es la burocracia. El papel es lo que sobra en la Administración. Esto es lo que realmente perjudica a la ciudadanía, y no que un empleado cobre una nómina por trabajar. Y por hacerlo desde unos valores, porque los funcionarios prestamos un juramento o promesa cuando ingresamos en la Administración. Ser conscientes de lo que supone esa promesa, el significado profundo de esas palabras, supone interiorizar y defender unos principios y valores que aparecen en la Constitución y en las normas, y supone cumplir con nuestro deber de ayudar a los demás, incluso aunque los demás no lo agradezcan. ¿Dónde quedaron o para qué sirvieron los aplausos a los sanitarios? ¿Qué pasa por la cabeza de una persona cuando insulta a un policía solo porque le indica que lleve puesta la mascarilla?

Pero no importa ser impopular. Ojalá no fuera así, pero se puede vivir con ello a la espera de que, reflexiones como la presente, calen en la sociedad. Como funcionario, manifiesto públicamente que estoy muy orgulloso de serlo, por lo que jamás sentiré nada parecido a un sentimiento de culpabilidad por tener un puesto de trabajo ‘asegurado’ (aunque esto en la vida nunca se sabe). En ocasiones nuestros ‘haters’ dicen que vivimos en una burbuja, que somos privilegiados que no empatizamos con la realidad. Pero ni somos tan privilegiados (¿acaso ser funcionario es un derecho de nacimiento?; no, todas las personas pueden acceder al empleo público en condiciones de igualdad), ni nos falta empatía. Al contrario, somos conscientes de que la sociedad nos necesita y hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Hablo al menos de la inmensa mayoría, y aunque efectivamente existe una minoría, como en todos los sectores, de improductivos, no es justo que se empaquete en el mismo saco de las críticas a todo un colectivo por la mala actitud de unos pocos. Porque son unos pocos, lo digo desde dentro, desde lo que veo y lo que sé. Por eso nunca aceptaré ese engañoso corporativismo que consiste en defender a todos los funcionarios por igual. No es justa esa equiparación entre desiguales, ni cuando se predica internamente sobre todo a nivel sindical, ni cuando se nos estigmatiza socialmente a todos por culpa de cuatro vagos indignos. Esa equiparación es, por tanto, injusta. Lo es para nosotros los funcionarios, y también para los ciudadanos que pagan sus impuestos a cambio de, en ocasiones, una mala atención que tiene nombres y apellidos. Impuestos que, por cierto, no van tanto destinados a pagarnos el sueldo (como siempre se reprocha), como a sufragar los numerosos servicios públicos que presta la Administración. Por eso me agradan más otras expresiones más propias que podríamos emplear en lugar de funcionario, como empleado público y, sobre todo, servidor público. Servidor público es aquel que sirve al público. Y el que no sirva, no sirve.

Por eso acabo repitiendo algo en lo que creo firmemente y que quizá también sea un argumento para atraer al empleado público del mañana, el cual espero que sea vocacional y un ejemplo de actitud y aptitud: para mí es un honor ser un servidor público, y me consta que así lo sentimos la mayoría de empleados públicos. Si usted también es funcionario, no olvide nunca lo que esto significa, y si lo siente de otra manera puede que usted se haya equivocado con su vocación en la vida.