De mi existencia ya no queda más que las heces de mi desamparo». El autor de estas palabras, escritas ocho años antes de su muerte, cuando rememoraba su infancia berlinesa, no podía saber hasta qué punto todo llegaría a ser peor. Ese hombre, Walter Benjamin, tras una huida desde el París a punto de ser ocupado por los nazis, aferrado a una cartera negra, ascendía en 1940 por el camino que lleva desde Banyuls-sur-Mer a Port-Bou. Si ya en París, en los días felices que iluminaban el camino hacia la Biblioteca Nacional, Benjamin tenía que pararse cada cinco o seis minutos para tomar aire, podemos suponer el esfuerzo que significó para él ascender por las trochas hasta ganar la frontera española.

El desamparo aquel día fue contenido por el hombro de Lisa Fittko y su marido, que tiraron de él como las alas de tímidos ángeles. Pero cuando la noche del 25 de septiembre llegaron a la frontera española, todo oscureció. El puesto fronterizo les reclamó los papeles, lo que no dejaba de ser una manifestación más de aquella hipócrita legalidad, una palabra vacía en medio del hundimiento del mundo. Aunque Benjamin tenía ya un visado americano, todavía tenía que llegar a Lisboa. La frontera se alzó como un obstáculo más infranqueable que la montaña. Sin embargo, como era de noche, no se mandó a los viajeros de vuelta y se les permitió pasar esa noche en una pensión de Port-Bou. En aquella habitación de hotel, el desamparo llegó al final.

La desolación que se expandía por doquier a través de Europa se concentraba en la angustia que debía sentir este hombre radicalmente solo. Hay quien dice que había permanecido en París más del tiempo prudente porque estaba obsesionado con ultimar una parte de su obra ‘Pasajes’. Esta actitud no es extraña en quien dijo que «el estudio es la puerta de la justificación». La supervivencia no era la puerta de nada. La actitud religiosa que inspiró toda su vida, en unos de los sentidos más genuinos que conoció el siglo XX (él y Dietrich Bonhoeffer tienen una semejante grandeza), le exigía transformar lo existente en escritura. Aquella noche sucumbió. Las perspectivas de ser devuelto a Francia y, como apátrida judío, caer en manos de los nazis, alteraron todo el sentido de las obligaciones.

El suicidio, que le había rondado a Benjamin desde hacía unos años, había sido mantenido a raya con el argumento de que no vale el esfuerzo que requiere. Aquella noche, la fatiga de una supervivencia que lo llevara a los campos de concentración (que ya se conocían y temían) pesó más que el duro trago de las píldoras de morfina. Cuando a la mañana siguiente se extendió el rumor de que Benjamin había muerto, hacia las diez de la mañana, la Guardia Civil hizo una de esas excepciones que surgen del gramo de honor que anida en el ser humano y, violando la ley, dejaron pasar al grupo para perderse por los caminos de España. Benjamin fue enterrado en el cementerio de Port-Bou. Su cartera negra, nunca se encontró.

Si nos preguntamos por la forma intelectual de un estudioso como Benjamin, creo que podemos decir que fue un rabino laico. El conjunto de contradicciones que se acumulan en esta figura permiten explicar buena parte de su actitud intelectual básica. Benjamin iba a la búsqueda de textos que pudieran considerarse sagrados, como dice Bernd Witte, en la biografía que acaba de publicar Gedisa para conmemorar los ochenta años de su muerte. Si Benjamin tiene una fe, es la de que la cultura europea tiene un contenido emancipador que debe ser rescatado en un supertexto que reúna, como Aby Warburg deseaba respecto de la figura de la ninfa, todos los fragmentos inspirados por la justicia. Esos textos servirían de base a una hermenéutica infinita, que hiciera inolvidable la fuerza mesiánica que anida en el recuerdo de una humanidad restituida en su pureza.

Esa actitud determinaba tanto su forma de escribir, tan refinada, que exige un comentario infinito, cuanto su forma de extraer citas capaces de iluminar a la humanidad en tiempos oscuros. Y sin embargo, como rabino laico, no tenía comunidad alguna, desde que el sentido desagradablemente autoritario y burgués de su padre, a cuya familia ha dedicado otro libro reciente la editorial Trotta, le hubiera hecho presente el significado radical de un mundo falso, caído y abandonado por Dios. Sus intentos de participar en el movimiento comunista fue rechazado por todos los comunistas que conoció, y lo mismo se puede decir de su materialismo. Pero su religiosidad le hizo salir a la búsqueda de una comunidad que sólo podía ser utópica.

Por eso, a él se le puede aplicar aquello que está contenido en una de sus célebres frases. Hablando de los personajes de la novelas de André Malraux, dijo que esos héroes «viven para el proletariado, pero no obran como proletarios. Obran menos por conciencia de clase por que conciencia de su soledad». Superar esa soledad es lo que llevaba a Benjamin a escribir, y por eso puso en peligro su vida por la escritura y murió más preocupado por sus textos que por su vida. En este sentido, siempre pensó que lo que daba verdaderamente una idea de la situación de la época no era el terror que podía amenazar la existencia individual, sino el hecho de que no se produjera ninguna cultura capaz de hacerle frente. Benjamin tenía la esperanza de que lo que portaba en su cartera -quizá las ‘Tesis sobre la Filosofía de la Historia’- pudiera formar parte de esa cultura. En eso es nuestro contemporáneo más legítimo.

Podemos imaginar todos los textos de Benjamin como una Halajá laica, si se me permite esa palabra sefardita. Su reunión en las Tesis era su legado más preciado, porque podría prender en otros el mismo proyecto de dar voz a los vencidos por la barbarie de la historia, a las víctimas de la violencia mítica en el eterno retorno de la lucha por el poder; a los cráneos huecos que buscan un grito que despierte a sus verdugos de su sueño airado de catástrofes y de dolor. No pudo imaginar lo sordos que son los verdugos. En una de sus citas se lee: «La necesidad de acumular es uno de los signos precursores de la muerte, tanto en los individuos como en las sociedades». Esta frase tiene una resonancia nítida en nuestro mundo. Quizá la acumulación de fragmentos emancipadores de nuestra cultura sea también signo de su muerte. La desnudez con la que Benjamin se enfrentó a la muerte, por el contrario, quizá sea signo de eternidad.