Con este Gobierno, no hay día en que no se produzca un sobresalto sobre si se está socavando la Constitución de 1978 o no. Es decir, si se trata de una actuación conscientemente dirigida a ir sustituyendo, de hecho, mediante atajos de todo tipo, el espíritu y la letra de la Carta Magna que contiene la convivencia histórica democrática de cuarenta años de desarrollo de España, o si estamos ante una actividad política de nuevo cuño, que pretende mejorar el desarrollo económico, social y cultural de nuestro país al impulso, bien intencionado, aunque seguramente erróneo; de nuevas generaciones de españoles, que, sin duda, tienen derecho a realizar su parte en este cometido, que incumbe a todos.

Cuestiones como la de Cataluña, que sigue pudriéndose a medida que transcurre el tiempo, a pesar de los acontecimientos recientemente vividos de todo tipo, tanto políticos como judiciales, son profundamente preocupantes, si duda alguna. No parece que quepan tantos paños calientes como aplica el presidente Sánchez a los independentistas, visto el radicalismo sistemático e intransigente del mundo separatista, y el apoyo que les prestan, entre otros compañeros de viaje, Podemos.

Es pacífico entender por todos que en Cataluña, el Estado pierde terreno a ojos vista. Su presencia allí comienza a ser meramente testimonial, sin que el gobierno central reaccione de manera adecuada al contexto sociopolítico vigente, y según dispone el ordenamiento jurídico a partir del texto constitucional. Y por si faltara algo, está el problema de la aprobación de los presupuestos del Estado, barullo político, que se acentúa, de una parte, por la división de objetivos serios y rigurosos para interpretar el camino a seguir en la actual situación de pandemia que nos viene marcado por la Unión Europea, en los grupos de izquierda. Y por otra, por la división, todavía más acentuada en la derecha, incapaz de encauzar una línea verdaderamente constitucional de progreso económico, social y cultural, en dicho marco de integración europea.

El enfrentamiento político actual, polarizado en dos bandos irreconciliables, sólo podría superarse por la formación de un gobierno excepcional de concentración, en el que cabrían, fundamentalmente, los dos partidos más importantes: PSOE y PP, más los que quisieran unirse al pacto. Dado lo delicado del momento, cualquier otra solución parece inviable. Tenemos la deriva económica provocada por el virus, unida a la notoria incapacidad para hacerle frente sanitariamente con eficacia. Obsérvese que no somos capaces, como país, siquiera de contar debidamente la enorme y fatal cifra de fallecidos. Todo ello debería obligar a ambos partidos a tomar esta medida política excepcional en España. No queda otra.

No soy para nada monárquico, pero en estas circunstancias políticas y sociales, la figura del Jefe del Estado, Felipe VI, me parece intocable como símbolo de la unidad y permanencia de España y para moderar el funcionamiento de las instituciones. Incluso debería mostrarse un poco más activo en su función moderadora a fin de que el torbellino de cesiones y atajos que se está desatando de manera casi increíble en las actuales circunstancias no vaya a más, para bien de todos. Felipe González, tiene razón, y el PSOE, debería revisar la actuación de Sánchez en estos momentos.